Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

30 marzo 2006

Documento de Cátedra: "Una perspectiva de análisis de las instituciones"

Extractado de Frigerio, Graciela y Margarita Poggi: Las instituciones educativas. Cara y ceca

Para comenzar a mirar nuestras propias instituciones, es importante reconocer algunas categorías explicativas que nos permitan ampliar nuestro horizonte a la hora de pensar en el lugar en donde se desarrollan prácticas cotidianas y muchas veces naturalizadas.
Para ello, el análisis de Graciela Frigerio y Margarita Poggi, parte de considerar a las instituciones como espacios atravesados por múltiples negociaciones. Desde esta perspectiva, las instituciones no son pensadas como mecanismos en los cuales los actores son parte de un engranaje sino como permanentes construcciones en la que ellos mismos habitan y a la vez son habitados. Es decir como actores que, en la relación con otros y con la institución misma, construyen la cotidianeidad, se relacionan de modo distinto frente a los mandatos, desarrollan diversas modalidades frente a las zonas de incertidumbre y se posicionan con relación al poder.
En este sentido, se parte de considerar al poder como uno de los ejes principales para pensar en nuestras instituciones. Este reconoce distintas fuentes, conlleva conflictos y requiere una negociación para la gestión. De ahí la perspectiva, de estas autoras, de presentar algunas consideraciones acerca de las relaciones entre los actores y las tensiones que se presentan en el campo de lo institucional.

La relación de los actores con la institución

Toda la vida de los sujetos transcurre en instituciones: algunas se constituyen como espacios de tránsito obligado (familia y escuela por ejemplo) mientras que otras son de pertenencia voluntaria (clubes, partidos políticos).
Pero lo que ambas tienen en común es que se inscriben en el campo de lo individual, de la subjetividad, dejando sus marcas y huellas a las que los actores les dan su propio sentido, creándolas y recreándolas constantemente en la vida cotidiana. Desde este lugar, individuo e institución se requieren y construyen mutuamente en un vínculo de permanente intercambio.
Pero ¿qué es aquello que caracteriza la relación de cada sujeto con la institución?. Para dar respuesta a esta pregunta es necesario remitirse al concepto de institución ligado a la idea de lo establecido, de lo reglamentado, de la norma y la ley. Estas nociones, a su vez, remiten a diferentes cuestiones. Por una parte a la ligazón necesaria que debe existir para que estemos “sujetados” a las instituciones; y, por otra, también pueden asociarse a cuestiones como el disciplinamiento (como regulación de comportamientos) que se propone cada institución.
Si bien cuando pensamos en normas y leyes puede aparecer una connotación negativa, las reglas son necesarias en las instituciones en la medida en que abren el espacio para que se pueda cumplir con una función específica. Pero también se justifican si favorecen y facilitan la realización de una actividad significativa.
Otro punto importante a señalar es que en la relación que establecemos con la ley se entretejen aspectos objetivos y subjetivos. Los primeros se encarnan en la norma tal como está formulada; mientras que los segundos se vinculan al campo de las representaciones que interiorizamos acerca de esas normas, cómo las valoramos y entendemos.
Objetiva y subjetivamente la ley tiene un doble carácter. Por un lado, delimita las prohibiciones (es decir impone, constriñe, reprime). Por el otro, ofrece seguridad y protección. Este interjuego entre la prohibición y la protección da cuenta del carácter ambivalente que poseen las instituciones en su dinámica y que se traduce en relaciones entre los actores y la institución, sesgadas por un doble movimiento (simultáneo y contradictorio) de atracción y repulsión.
Otra de las tensiones que aparecen en toda institución es la que se establece entre zonas de certidumbre y de incertidumbre. Las leyes y las normas tienen el propósito de volver previsibles los comportamientos de los actores, es decir, de establecer zonas de certidumbre. Pero como no es posible prever el conjunto de conductas requeridas para el desempeño de cualquier rol, las normas siempre dejen zonas de incertidumbre.
Para cada actividad es necesario el mínimo de certezas que nos aseguren el encuentro con otros y la realización de las tareas, pero al interior de ese marco se hace necesario que aparezcan intersticios para la libertad de los actores.

Actores y poder

Múltiples sentidos se le han asignado al concepto de poder pero ¿Qué entendemos por poder en nuestras instituciones?. A veces, está relacionado con los lugares formales y en particular, con las cúpulas que dirigen las instituciones, organizadas piramidalmente. Sin embargo no siempre el poder esta allí. Las redes informales de una institución dan cuenta de cómo se ha distribuido y concentrado el poder en las prácticas cotidianas de la institución.
Desde esta perspectiva, el poder remite a las relaciones de intercambio entre los actores institucionales y no tiene existencia por sí mismo sino en una red de relaciones:

“Podemos decir que un actor o grupo de actores posee poder cuando tiene la capacidad de hacer prevalecer su posición o enfoque en la vida institucional, de influir en la toma de decisiones, obtener reconocimiento, espacios, recursos, beneficios, privilegios, cargos o cualquier otro objetivo que se proponga”. [1]

Siguiendo esta línea de análisis del poder, pensar en relaciones de intercambio asimétricas implica reflexionar acerca de las diferentes zonas de clivaje [2] presentes en las instituciones. Un primer clivaje es el que separa a los agentes de los usuarios. Los agentes son aquellos que se dicen representantes de la institución (los que hablan en su nombre); los usuarios, por su parte, están constituidos por el grupo de actores a quienes se intenta imponer la disciplina (norma, ley) institucional.
Los modos particulares en que en cada institución aparecen los clivajes y como se posicionan los actores frente a los mismos, configurará distintas redes de poder. Conocer las zonas de clivaje es sumamente importante porque permite que los actores institucionales puedan reconocer lugares desde los cuales trabajar para desarrollar acciones que tiendan lazos para articular lugares de posible fractura.
Los clivajes institucionales están relacionados con el hecho de que en cada institución, cada actor y grupo de actores, hace uso de una fuente de poder. Estas pueden estar provenir de diferentes lugares, entre ellos: el conocimiento de la normativa, la posesión de medios de sanción, el manejo de los medios de control de los recursos, el acceso a la información, el control de la circulación de las informaciones, la legitimidad que emana de la autoridad formal, la competencia técnica.

Actores y conflictos

Los conflictos constituyen un aspecto sustancial a tener en cuenta en las organizaciones ya que inciden de forma determinante en el desempeño de los actores en la institución. Según estas autoras, en toda institución el conflicto es inherente a su funcionamiento, a su propia dinámica.
Uno de los aspectos a tener en cuenta para entender el tema de los conflictos se relaciona con la multiplicidad de estrategias que los actores institucionales desarrollan, consciente o inconscientemente, con el objetivo de satisfacer sus deseos y necesidades personales y profesionales. Desde este lugar, resulta lógico reconocer que muchas de estas estrategias diferenciadas entran en pugna y muchas veces se hace muy difícil llegar al punto de poder conciliarlas.
La posibilidad de resolver estas diferencias se relaciona con las capacidades de cada institución para satisfacer los intereses, con las características de su cultura institucional, con la forma de asignar los recursos y con los modos en que históricamente han resuelto los conflictos.

El carácter de los conflictos: lo previsible, lo imponderable

Para reflexionar e identificar los conflictos en nuestras propias instituciones, Frigerio y Poggi plantean una clasificación que los agrupa, según su carácter, como previsibles e imponderables.

“Consideramos previsibles a aquellos conflictos recurrentes en las instituciones; es decir que podemos anticipar su aparición. Estos conflictos suelen alterar el funcionamiento de la cotidianeidad pero no necesariamente conllevan o aportan alguna novedad”[3]

Como ejemplos de este tipo de conflictos se pueden encontrar aquellos relacionados con los planos de clivaje, así como también aquellos que derivan de las zonas de incertidumbre dejadas por las normas, a partir de las cuales los actores despliegan diferentes estrategias que muchas veces suelen enfrentarse.

“Entendemos en cambio por imponderables a aquellos conflictos que ‘hacen irrupción’ y son novedosos en las instituciones”[4]

Estos conflictos pueden adquirir dos caracteres diferentes. Por un lado, pueden ser retroversivos que se asocian al deseo de retorno a momentos previos de la historia institucional, o por el contrario pueden ser proversivos, es decir, que apunten a proponer un proyecto innovador para la institución.

El posicionamiento de los actores frente a los conflictos

En relación con el posicionamiento, según Frigerio y Poggi, se establecen cuatro modalidades:

Ø El conflicto es ignorado: son aquellos problemas o dificultades que no se representan como tales para los actores institucionales.
Ø El conflicto se elude: el conflicto es percibido por los actores pero se evita que aparezca claramente explicitado.
Ø El conflicto se redefine y se disuelve: en este caso el problema pierde la importancia que tenía, deja de obstaculizar la tarea y la situación evoluciona. Este caso se produce cuando las personas establecen acuerdos en función de ciertos objetivos compartidos; si bien el conflicto no se resuelve se aprende a operar a pesar del mismo.
Ø El conflicto se elabora y se resuelve: en este punto se reconoce a los conflictos como parte de situaciones en las que entra en juego el poder y para ello en pos de la resolución del conflicto, se plantean alternativas consensuadas para la resolución del conflicto.

¿Porqué pensar en nuestro posicionamiento frente a los conflictos?. Para reconocer cuales son los más habituales y trabajar conjuntamente en la posibilidad de anticiparnos a ellos, para analizar los modos que tenemos de reaccionar frente a los problemas y para construir alternativas creativas y flexibles que nos posibiliten pensar en las soluciones.

LA PARTICIPACIÓN

“Entendemos por participación al conjunto de actividades mediante las cuales los individuos se hacen presentes y ejercen influencia en ese elemento común que conforma el ámbito de lo público”.[5]

A partir de esta definición de las autoras, podemos decir que la participación genera el desarrollo de sentimientos de pertenencia que posibilita afrontar situaciones de crisis y de cambio. De allí el que se considere a la participación como un mecanismo clave en la organización de las instituciones y en los fines que éstas persiguen.
¿Porqué es importante la participación?. Porque implica reconocernos con el derecho en los procesos en los cuales se toman las decisiones que afectan nuestra vida, porque implica la necesidad de comprometernos para poder llevar adelante cualquier proyecto institucional, porque resalta la necesaria contribución a un régimen democrático.

Niveles y formas de participación

El análisis de estas autoras considera dos formas principales de participación:
Ø La indirecta: se concreta en la elección de representantes, es decir, en aquellas personas en las que se delega la tarea de considerar alternativas y decisiones para toda la sociedad.
Ø La activa o directa: es aquella que supone la intervención del individuo en la gestión de la pública. Se pueden distinguir cinco niveles de participación activa o directa:

* Informativo: implica un rol pasivo de los actores ya que sólo se limitan a estar informados, a conocer y por ende capacitarse.
* Consultivo: se requiere a los individuos o grupos su opinión respecto a la conveniencia o no de tomar ciertas decisiones. En general no posee carácter vinculante porque influye y condiciona las decisiones pero no actúa en la determinación de las mismas.
* Decisorio: los actores participan como miembros plenos en los procesos de toma de decisiones.
* Ejecutivo: El rol de los actores está dado a partir de la concreción de decisiones previamente tomadas.
* Evaluativo: Implica participar a partir de evaluar y verificar lo realizado por otro.

Obstáculos y límites a la participación

Los límites en la participación se relacionan principalmente con las posibilidades y la capacidad de los actores de intervenir en espacios que se abren al diálogo en la institución. En este sentido, el interés por participar se relaciona con tres cuestiones fundamentales, según el análisis de estas autoras:

Ø Condiciones históricas (vinculadas a la escasa tradición de los mecanismos participativos y de la búsqueda del consenso en la toma de decisiones).
Ø Condiciones socioculturales (se refieren a los condicionamientos y a las restricciones que pueden tener determinados sujetos para participar, como por ejemplo el nivel de instrucción)
Ø La dinámica institucional (la complejidad de los procesos institucionales muchas veces requiere de decisiones e intervenciones que se pueden someter a discusión a través de mecanismos participativos)

A partir de esta serie de discusiones y reflexiones cabe comenzar a preguntarnos cómo podemos promover procesos que tiendan a facilitar y favorecer la participación en nuestras instituciones.

Notas:
[1] Frigerio, Graciela y Poggi, Margarita. “Las instituciones educativas cara y ceca”. Cap. 3: Actores, instituciones, conflictos. Ed. Troquel. Bs. As. 1992
[2] El término clivaje proviene de la química y designa, en los cristales, los distintos planos y zonas donde la unión de los átomos se vuelve más débil. Es decir, que estas zonas se constituyen en posibles planos de ruptura o fractura.
[3] Idem 1.
[4] Idem 1.
[5] Idem 1.

Jorge Huergo: El reconocimiento del "universo vocabular" y la prealimentación

Cuando producimos acciones estratégicas tenemos -seguramente- claridad acerca de lo que queremos comunicar: algún contenido, una problemática, una experiencia, toda una materia, algunos saberes... Pero con eso no basta. Necesitamos conocer al destinatario de esa acción estratégica, a nuestro interlocutor. Necesitamos conocer y reconocer sus prácticas socioculturales. Nuestro interlocutor es un ser de carne y hueso, un ser situado en una comunidad cultural, con una historia, con determinados saberes y prácticas incorporados, con modalidades particulares de expresar (a través del lenguaje) sus experiencias.
Desde el punto de vista de comunicación/educación, producir acciones estratégicas implica, al menos, dos procesos: el de reconocimiento del universo vocabular y el de prealimentación de las acciones estratégicas.

¿Qué es el universo vocabular?

En sus obras, Paulo Freire (1921-1997) propone partir del reconocimiento del universo vocabular o del universo temático de los otros. Esto significa una posición política. Las estrategias han sido consideradas como los medios a través de los cuales llevar un poco de orden, racionalidad y claridad (inclusive en términos de “conciencia crítica”) a las prácticas socioculturales confusas, desordenadas, irracionales en cuanto más ligadas a la sensibilidad que al entendimiento. En su sentido más estricto, la estrategia es un término tomado de la teoría de la guerra y enunciado por Von Clausewitz. En este marco, la estrategia es combinar los encuentros aislados con el enemigo para alcanzar el objetivo de la guerra (Von Clausewitz, 1994: 102); en otras palabras, la estrategia traza el plan de la guerra (Ib.: 171), cuyo objetivo abstracto es derrotar/desarmar las fuerzas militares, el territorio y la voluntad del enemigo (Ib.: 52). Pero en el marco del pensamiento de Freire, las estrategias de comunicación/educación adquieren otro sentido político, ya que Freire propone trabajar con el otro en la búsqueda de sus propias formas de organización, y no ya “para el otro” (lo que significaría trabajar “sobre” o “contra” el otro).
De allí que, en esta línea política, desarrollar trabajos o acciones estratégicas de comunicación/educación, significa hacerlo con los otros. Y hacerlo de este modo, significa partir del conocimiento de las prácticas socioculturales de nuestros interlocutores, partir de lo que él llama el conocimiento y reconocimiento del universo vocabular.
En diversas obras Freire presenta al universo vocabular. Entre ellas, presentaremos dos nociones:

«El estudio del universo vocabular recoge no sólo los vocablos con sentido existencial, y por tanto de mayor contenido emocional, sino también aquellos típicos del pueblo: sus expresiones particulares, vocablos ligados a la experiencia de los grupos, de los que el educador forma parte. (...) Las palabras generadoras deberían salir de este estudio y no de una selección hecha por nosotros en nuestro gabinete, por más técnicamente bien escogidas que estuviesen» (Freire, 1967).

«En la realidad de la que dependemos, en la conciencia que de ella tengamos educadores y educandos, buscaremos el contenido programático de la educación. El momento de esa búsqueda es lo que instaura el diálogo de la educación como práctica de la libertad. Es el momento en que se realiza la investigación de lo que llamamos el universo temático (o temática significativa) del otro o el conjunto de sus temas generadores: (...) un conjunto de ideas, concepciones, esperanzas, dudas, valores, desafíos (...). La representación concreta de muchas de estas ideas, de estos valores, de estas concepciones y esperanzas, así como los obstáculos al ser más de los hombres, constituyen los temas de la época» (Freire, 1970).

Para Freire, el “universo vocabular” es el conjunto de palabras o el lenguaje con que los sujetos interpretan el mundo. Mientras que el “universo temático” contiene los temas y problemas que son más significativos para los educandos, y que tienen relación con los temas preponderantes en una época.
En La importancia de leer y el proceso de liberación (1986), Freire incluye en el universo vocabular los lenguajes, las inquietudes, las reivindicaciones y los sueños de los sectores populares. El universo vocabular, aquí, está cargado de la significación de las experiencias existenciales del interlocutor (no de las del comunicador/educador). En ¿Extensión o comunicación? La concientización en el medio rural (1973), Freire habla de “campo lingüístico”, que implica un campo conceptual y que expresa una visión del mundo y de la vida.
Conocer al otro, al interlocutor... Conocer su universo vocabular y su universo temático... Un conocimiento que implica una aproximación al otro y una investigación, en proceso, no sólo del interlocutor, sino de las condiciones y contextos de su interlocución. Nos acercamos así a una noción que posee una dimensión epistemológica. Conocer al otro, al interlocutor, a su universo vocabular o temáitco, es también conocer su campo de significación.
Dice el epistemólogo francés Gastón Bachelard (1884-1962) que un campo de significación es un conjunto de valores, lenguajes, códigos e ideologías, compartidos por una cultura o una subcultura, desde los que los sujetos pueden conocer la realidad. Los campos de significación iluminan y oscurecen el conocimiento. Lo iluminan, en tanto a partir de ellos integramos nuevos aspectos de la realidad; lo oscurecen, cada vez que nos enfrentamos con problemas para los cuales los campos de significación no están preparados para conocer. Esos problemas son los “obstáculos epistemológicos”. Frente a ellos, el conocimiento humano puede replegarse, negándose a conocer; o bien puede vivenciar una “ruptura epistemológica” del campo de significación. En este último caso, el conocimiento de un problema radicalemente novedoso se produce gracias a que el campo de significación se amplía, se refigura, se modifica, provocado por la realidad y con el fin de hacer posible ese nuevo conocimiento.
El campo de significación del otro, al que necesito escuchar para que mi material sea significativo para él (y así lograr un aprendizaje significativo), está entonces compuesto por dos dimensiones:

ð la dimensión de los saberes y prácticas previas del educando o de mi interlocutor;
ð la dimensión de los lenguajes y códigos propios del educando o el interlocutor.

Conviene recordar, también, que en los cultural studies de la comunicación, autores como Stuart Hall y David Morley (ambos asumiendo una noción de Frank Parkin), hacen mención a un concepto similar: el de “sistema de sentido”. Los sistemas de sentido proceden de fuentes sociales diferentes y promueven “lecturas” o interpretaciones del mundo (con fuerte carga moral).
Sin embargo, según lo expresa Freire, con el conocimiento del universo vocabular no basta. Es necesario un reconocimiento del universo vocabular de nuestros interlocutores.

¿Qué significa “reconocimiento”?

Paulo Freire no aclara demasiado a qué se refiere con reconocimiento. Lo que sí sabemos es que en la producción de las acciones estratégicas no nos alcanza con el conocimiento: es necesario un proceso de reconocimiento. A primera vista, podríamos sostener que el conocimiento (como proceso de relación entre un sujeto y un objeto, predominantemente intelectual) no implica necesariamente el reconocimiento. Podemos conocer objetos o personas, pero no “reconocerles” su valor o su importancia.
Para abordar esta noción, nos vamos a valer de la idea de “reconocimiento” en Pierre Bourdieu.
El reconocimiento no es del orden de lo racional, sino del orden de la “pertenencia” a un determinado campo; más emparentado con la creencia que con la argumentación racional. Es una especie de fé práctica, que implica adhesión indiscutida y prerreflexiva.
El reconocimiento es, según Bourdieu, lo que permite “jugar con los asuntos en juego”. Por eso, el reconocimiento significa conceder cierta igualdad de honor al otro, considerándolo capaz de jugar en el mismo juego. Es decir, implica un postulado de reciprocidad.
Reconocer al otro, más allá de conocerlo, quiere decir que considero que el otro es capaz de jugar en el “juego” que yo planteo, que puede ser activo y protagonista en mis acciones estratégicas.
Entonces, el reconocimiento del universo vocabular no es una especie de estrategia tecnicista, sino que implica un involucramiento del y con el otro, al que le concedemos cierta “igualdad de honor” para jugar con nosotros este juego.
Por lo tanto, en el reconocimiento del universo vocabular ocurren dos procesos. El primero, de reconocimiento del diálogo cultural que significa que en cada práctica subjetiva la comunidad habla, pero a la vez es “hablada”; sólo a partir de ahí es posible plantear una acción estratégica. El segundo, de reconocimiento de los interlocutores, como sujetos culturales e históricos.
Este tipo de consideración acerca de las prácticas socioculturales y de los interlocutores (como sujetos de esas prácticas) nos permiten situarnos en una posición “política” al momento de delinear y de “pralimentar” nuestras acciones estratégicas de comunicación/educación.

¿Qué es la prealimentación?

Aunque hablemos de “acciones estratégicas”, en sentido amplio, es posible considerar a las mismas como un conjunto de instancias (como el diseño de actividades, la producción de materiales, la disposición de espacios, la transmisión de saberes puntuales, etc.). El término prealimentación ha sido utilizado especialmente por Mario Kaplún, referido en particular a la producción de materiales, aunque lo haremos extensible a la producción de todo tipo de acciones estratégicas.
«Un enfoque comunicacional supone incluir, para la producción de todo material educativo, una intensa etapa de prealimentación, encaminada a captar las ideas, percepciones, experiencias y expectativas que, sobre la asignatura o tema a ser tratado tiene, si no la totalidad de los futuros estudiantes, al menos un conjunto representativo de ellos. La experiencia demuestra que, cuando a través de esta prealimentación el equipo docente se impregna de la realidad de los potenciales educandos, la forma de presentar los contenidos y el tratamiento del tema se modifican sustancialmente. Se descubre que hay en los destinatarios otras prácticas que es necesario incorporar y valorar, así como otras percepciones y otras preguntas -e incluso otros vacíos- a las que es preciso atender. Y, como fruto, se obtienen materiales en los que el educando se reconoce y se siente presente; textos comunicativos, que conversan con el estudiante y con los que él, a su vez, puede entrar en diálogo» (Kaplún, 1992).
Esto quiere decir, según Kaplún, que comunicación es escuchar antes que hablar (o, como veníamos sosteniendo, reconocer el universo vocabular de los interlocutores, antes que plantear nuestras acciones estratégicas).
Antes de empezar cualquier producción (o cualquier acción estratégica), dice Mario Kaplún (1922-1998, educomunicador argentino-uruguayo), necesitamos conocer al otro. Esa es, básicamente, la prealimentación: conocer a nuestro interlocutor y reconocer su experiencia existencial.
Hacer comunicable el material educativo, hacer comunicables nuestras acciones estratégicas, implica reconocer los lenguajes del otro, los modos en que el otro interpreta sus experiencias, su vida y la realidad en que vive. La comunicabilidad de mi material aunque necesita de riqueza estética o de mi creatividad en el diseño; necesita, primero, de la expresividad basada en una escucha atenta: la escucha del lenguaje del otro, de mi interlocutor. Sólo a partir de ahí puedo empezar a diseñar con creatividad y enriquecer estéticamente el material.
Este es un criterio estético. No olvidemos que estético viene de una palabra griega (aisthetós) que significa sensibilidad. Entonces, el primer requerimiento de la realización estética (en su sentido comunicacional y educativo) es la sensibilidad del otro: ¿cómo el otro siente el mundo, cómo es marcado y lo marca al mundo y a su experiencia? ¿cómo nombra a su propia experiencia, a la vida y al mundo?.
Luego, hacer educativo el material a comunicar implica proponer (no imponer) sucesivos “obstáculos epistemológicos”, siempre partiendo del campo de significación del otro. Esto es: problematizar a partir de lo que es significativo para mi interlocutor, para colaborar con él en la ampliación de sus horizontes de significación. La educabilidad de mi material no necesita tanto de las pautas para recorrer un camino pretrazado (por el comunicador/educador o el autor del material), sino que necesita de una invitación a la problematización y al enriquecimiento del lenguaje (ya sea cotidiano, audiovisual, matemático, histórico, pedagógico, etc.) y de la experiencia, en la acción permanente de nombrar la realidad; de “leer y escribir” la propia experiencia, la vida y el mundo.

Bibliografía:
Bachelard, Gastón (1972), La formación del espíritu científico, Buenos Aires, Siglo XXI.
Bourdieu, Pierre (1991), El sentido práctico, Madrid, Taurus.
Freire, Paulo (1967), La educación como práctica de la libertad, Montevideo, Tierra Nueva.
Freire, Paulo (1970), Pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI.
Freire, Paulo (1973), ¿Extensión o comunicación? La concientización en el medio rural, México, Siglo XXI.
Freire, Paulo (1986), La importancia de leer y el proceso de liberación, México, Siglo XXI.
Kaplún, Mario (1992), “Repensar la educación a distancia desde la comunicación”, en Cuadernos de Diá·logos, Nº 23, Lima, julio de 1992.
Kaplún, Mario (1992), A la educación por la comunicación, Santiago de Chile, UNESCO/OREALC.
Kaplún, Mario (1996), El comunicador popular, Buenos Aires, Lumen-Hvmanitas.
Von Clausewitz, Klaus (1994), De la guerra, Colombia, Labor.

Louis Althusser: Ideología e interpelación

En Althusser, Louis: Ideología y Aparatos Ideológicos del Estado


La ideología es una “representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia

Para abordar la tesis central sobre la estructura y el funcionamiento de la ideología, deseo presentar primeramente dos tesis, una negativa y otra positiva. La primera se refiere al objeto “representado” bajo la forma imaginaria de la ideología, la segunda a la materialidad de la ideología.
Tesis 1: la ideología representa la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia.
Comúnmente se dice de las ideologías religiosa, moral, jurídica, política, etc. que son otras tantas “concepciones del mundo”. Por supuesto se admite, a menos que se viva una de esas ideologías como la verdad (por ejemplo si se “cree” en Dios, el Deber, la Justicia, etc.), que esa ideología de la que se habla desde el punto de vista crítico, examinándola como un etnólogo lo hace con los mitos de una “sociedad primitiva”, que esas “concepciones del mundo” son en gran parte imaginarias, es decir, que no “corresponden a la realidad”.
Sin embargo, aun admitiendo que no correspondan a la realidad, y por lo tanto que constituyan una ilusión, se admite que aluden a la realidad, y que basta con “interpretarlas” para encontrar en su representación imaginaria del mundo la realidad misma de ese mundo (ideología = ilusión/alusión ).
Existen diferentes tipos de interpretación: los más conocidos son el mecanicista, corriente en el siglo XVII (Dios es la representación imaginaria del Rey real), y la interpretación “hermenéutica” inaugurada por los primeros Padres de la Iglesia y adoptada por Feuerbach y la escuela teológico-filosófica surgida de él, ejemplificada por el teólogo Barth. (Para Feuerbach, por ejemplo, Dios es la esencia del Hombre real.) Voy a lo esencial al decir que, con tal que se interprete la transposición (y la inversión) imaginaria de la ideología, se llega a la conclusión de que en la ideología “los hombres se representan en forma imaginaria sus condiciones reales de existencia”.
Lamentablemente, esta interpretación deja en suspenso un pequeño problema: ¿por qué los hombres “necesitan” esta transposición imaginaria de sus condiciones reales de existencia para “representarse” sus condiciones de existencia reales?
La primera respuesta (la del siglo VIII) propone una solución simple: ello es culpa de los Curas o de los Déspotas que “forjaron” las “Bellas mentiras” para que los hombres, creyendo obedecer a Dios, obedezcan en realidad a los Curas o a los Déspotas, por lo general aliados en la impostura, ya que los Curas se hallan al servicio de los Déspotas o viceversa, según la posición política de dichos “teóricos”. Existe pues una causa de la transposición imaginaria de las condiciones reales de existencia: la existencia de un pequeño grupo de hombres cínicos que basan su dominación y explotación del “pueblo”en una representación falseada del mundo que han imaginado para esclavizar los espíritus mediante el dominio de su imaginación.
La segunda respuesta (la de Feuerbach, adoptada al pie de la letra por Marx en sus Obras de juventud ) es más “profunda”, pero igualmente falsa. También ella busca y encuentra una causa de la transposición y la deformación imaginaria de las condiciones reales de existencia de los hombres (en una palabra, de la alienación en lo imaginario de la representación de las condiciones de existencia de los hombres). Esta causa no son ya los curas ni los déspotas, ni su propia imaginación activa y la imaginación pasiva de sus víctimas. Esta causa es la alienación material que reina en las condiciones de existencia de los hombres mismos. Es así como Marx defiende en la Cuestión judía y otras obras la idea feuerbachiana de que los hombres se forman una representación alienada (=imaginaria) de sus condiciones de existencia porque esas condiciones son alienantes (en los Manuscritos del 44, porque esas condiciones están dominadas por la esencia de la sociedad alienada: el “trabajo alienado”).
Todas estas interpretaciones toman al pie de la letra la tesis que suponen y sobre la cual se basan: que en la representación imaginaria del mundo que se encuentra en una ideología están reflejadas las condiciones de existencia de los hombres, y por lo tanto su mundo real.
Ahora bien, repito aquí una tesis que ya he anticipado: no son sus condiciones reales de existencia, su mundo real, lo que los “hombres” “se representan” en la ideología sino que lo representado es ante todo la relación que existe entre ellos y las condiciones de existencia. Tal relación es el punto central de toda representación ideológica y por lo tanto imaginaria del mundo real. En esa relación está contenida la "causa' que debe dar cuenta de la deformación imaginaria de la representación ideológica del mundo real O más bien, para dejar en suspenso el lenguaje causal, es necesario emitir la tesis de que es la naturaleza imaginaria de esa relación la que sostiene toda la deformación imaginaria que se puede observar (si no se vive en su verdad) en toda ideología.
Para utilizar un lenguaje marxista, si bien aceptamos que la representación de las condiciones reales de existencia de los individuos que se desempeñan como agentes de la producción, de la explotación, de la represión, de la ideologización y de la práctica científica, está determinada en última instancia por las relaciones de producción y las relaciones derivadas de ellas, diremos lo siguiente: toda ideología, en su formación necesariamente imaginaria no representa las relaciones de producción existentes (y las otras relaciones que de allí derivan) sino ante todo la relación (imaginaria) de los individuos con las relaciones de producción y las relaciones que de ella resultan. En la ideología no está representado entonces el sistema de relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos, sino la relación imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en que viven.
Si esto es así, la pregunta sobre la “causa” de la deformación imaginaria de las relaciones reales en la ideología desaparece y debe ser reemplazada por otra: ¿por qué la representación dada a los individuos de su relación (individual) con las relaciones sociales que gobiernan sus condiciones de existencia y su vida colectiva e individual es necesariamente imaginaria? ¿Y cuál es la naturaleza de este ente imaginario? La cuestión así planteada halla solución en la existencia de una “camarilla” (14) de individuos (curas o déspotas) autores de la gran mistificación ideológica, o bien en el carácter alienado del mundo real. Veremos el porqué al desarrollar nuestra exposición. Por el momento, no iremos más lejos.
Tesis 2: la ideología tiene una existencia material.
Ya hemos tocado esta tesis al decir que las “ideas” o “representaciones”, etc. de las que parece compuesta la ideología, no tienen existencia ideal, idealista, espiritual, sino material. Hemos sugerido incluso que la existencia ideal, idealista, espiritual de las “ideas” deriva exclusivamente de una ideología de la “idea” y de la ideología y, agreguemos, de una ideología de lo que parece “fundar” esta concepción desde la aparición de las ciencias, es decir, lo que practican las ciencias se representan, en su ideología espontánea, como las “ideas”, verdaderas o falsas. Por supuesto que esta tesis, presentada bajo la forma de una afirmación, no está demostrada. Pedimos solamente que se le conceda, digamos en nombre del materialismo, un juicio previo simplemente favorable. Para su demostración serían necesarios extensos razonamientos.
En efecto, para avanzar en nuestro análisis de la naturaleza de la ideología necesitamos una tesis presuntiva de la existencia no espiritual sino material de las “ideas” u otras “representaciones”. O nos es simplemente útil para que aparezca más claramente lo que todo análisis más o menos serio de una ideología cualquiera muestra inmediatamente de manera empírica a todo observador, aun al que no posea gran sentido crítico. Cuando nos referimos a los aparatos ideológicos de Estado y a sus prácticas, hemos dicho que todos ellos son la realización de una ideología (ya que la unidad de esas diferentes ideologías particulares —religiosa, moral, jurídica, política, estética, etc.— está asegurada por su subordinación a la ideología dominante). Retomamos esta tesis: en un aparato y su práctica, o sus prácticas, existe siempre una ideología. Tal existencia es material.
Por supuesto, la existencia material de la ideología en un aparato y sus prácticas no posee la misma modalidad que la existencia material de una baldosa o un fusil. Pero aun con riesgo de que se nos tilde de neoaristotélicos (señalemos que Marx sentía gran estima por Aristóteles) diremos que “la materia se dice en varios sentidos” o más bien que existe bajo diferentes modalidades, todas en última instancia arraigadas en la materia “física”.
Dicho esto, veamos lo que pasa en los “individuos” que viven en la ideología, o sea con una representación determinada del mundo (religiosa, moral, etc.) cuya deformación imaginaria depende de su relación imaginaria con sus condiciones de existencia, es decir, en última instancia, con las relaciones de producción y de clase (ideología = relación imaginaria con las relaciones reales). Diremos que esta relación está dotada de existencia material.
He aquí entonces lo que se puede comprobar. Un individuo cree en Dios, o en el Deber, o en la Justicia, etcétera. Tal creencia depende (para todo el mundo, o sea, para todos los que vive en una representación ideológica de la ideología, que reduce la ideología a ideas dotadas por definición de existencia espiritual) de las ideas de dicho individuo, por lo tanto, de él mismo en tanto sujeto poseedor de una conciencia en la cual están contenidas las ideas de su creencia. A través de lo cual, es decir, mediante el dispositivo “conceptual” perfectamente ideológico así puesto en juego (el sujeto dotado de una conciencia en la que forma o reconoce libremente las ideas en que cree), el comportamiento (material) de dicho sujeto deriva de él naturalmente.
El individuo en cuestión se conduce de tal o cual manera, adopta tal o cual comportamiento práctico y, además, participa de ciertas prácticas reguladas, que son las del aparato ideológico del cual “dependen” las ideas que él ha elegido libremente, con toda conciencia, en su calidad de sujeto. Si cree en Dios, va a la iglesia para asistir a la misa, se arrodilla, reza, se confiesa, hace penitencia (antes ésta era material en el sentido corriente del término) y naturalmente se arrepiente, y continúa, etc. Si cree en el deber tendrá los comportamientos correspondientes, inscritos en prácticas rituales “conformes a las buenas costumbres”. si cree en la justicia, se someterá sin discutir a las reglas del derecho, podrá incluso protestar cuando sean violadas, firmar petitorios, tomar parte en una manifestación, etcétera.
Comprobamos en todo este esquema que la representación ideológica de la ideología está obligada a reconocer que todo “sujeto” dotado de una “conciencia” y que cree en las “ideas” de su “conciencia” le inspira y acepta libremente, debe “actuar según sus ideas”, debe por lo tanto traducir en los actos de su práctica material sus propias ideas de sujeto libre. Si no lo hace, eso “no está bien”.
En realidad, si no hace lo que debería hacer en función de lo que cree, hace entonces otra cosa, lo cual —siempre en función del mismo esquema idealista— da a entender que tiene otras ideas que las que proclama y que actúa según esas otras ideas, como hombre “inconsecuente” (“nadie es malvado voluntariamente”), cínico, o perverso.
En todos los casos, la ideología de la ideología reconoce, a pesar de su deformación imaginaria, que las “ideas” de un sujeto humano existen o deben existir en sus actos, y si eso no sucede, le proporciona otras ideas correspondientes a los actos (aun perversos) que el sujeto realiza.
Esa ideología habla de actos: nosotros halaremos de actos en prácticas. Y destacaremos que tales prácticas están reguladas por rituales en los cuales se inscriben, en el seno de la existencia material de un aparato ideológico, aunque sólo sea de una pequeña parte de ese aparato: una modesta misa en una pequeña iglesia, un entierro, un match de pequeñas proporciones en una sociedad deportiva, una jornada de clase en una escuela, una reunión o un mitin de un partido político, etcétera.
Debemos además a la “dialéctica” defensiva de Pascal la maravillosa fórmula que nos permitirá trastocar el orden del esquema nocional de la ideología. Pascal dijo, poco más o menos: “Arrodillaos, moved los labios en oración, y creeréis”. Trastoca así escandalosamente el orden de las cosas, aportando, como Cristo, la división en lugar de la paz y, por añadidura, el escándalo mismo, lo que es muy poco cristiano (¡pues desdichado aquel por quien el escándalo llega al mundo!). bendito escándalo que le hizo mantener, por un acto de desafío jansenista, un lenguaje que designa la realidad en persona.
Se nos permitirá dejar a Pascal con sus argumentos de lucha ideológica en el seno del aparato ideológico de Estado religioso de su tiempo. Y se nos dejará usar un lenguaje más directamente marxista, si es posible, pues entramos en terrenos todavía mal explorados.
Diremos pues, considerando sólo un sujeto (un individuo), que la existencia de las ideas de su creencia es material, en tanto esas ideas son actos materiales insertos en prácticas materiales, reguladas por rituales materiales definidos, a su vez, por el aparato ideológico material del que proceden las ideas de ese sujeto. Naturalmente los cuatro adjetivos “materiales” inscritos en nuestra proposición deben ser afectados por modalidades diferentes, ya que la materialidad de un desplazamiento para ir a misa, del acto de arrodillarse, de un ademán para persignarse o para indicar mea culpa, de una frase, de una oración, de un acto de contrición, de una penitencia, de una mirada, de un apretón de manos, de un discurso verbal externo o de un discurso verbal “interno” (la conciencia), no son una sola y misma materialidad. Dejamos en suspenso la teoría de la diferencia de las modalidades de la materialidad.
En esta presentación trastrocada de las cosas, no nos encontramos en absoluto ante un “trastrocamiento”, pues comprobamos que ciertas nociones han desaparecido pura y simplemente de nuestra nueva presentación, en tanto que, por el contrario, otras subsisten y aparecen nuevos términos.
Ha desaparecido: el término ideas.
Subsisten: los términos sujeto, conciencia, creencia, actos.
Aparecen: los términos prácticas, rituales, aparato ideológico.
No se trata pues de un trastrocamiento (salvo en el sentido en que se dice que un gobierno se ha trastrocado), sino de un reordenamiento (de tipo no-ministerial) bastante extraño, pues obtenemos el siguiente resultado.
Las ideas en tanto tales han desaparecido (en tanto dotadas de una existencia ideal, espiritual), en la misma medida en que se demostró que su existencia estaba inscrita en los actos de las prácticas reguladas por los rituales definidos, en última instancia, por un aparato ideológico. Se ve así que el sujeto actúa en la medida en que es actuado por el siguiente sistema (enunciado en su orden de determinación real): ideología existente en un aparato ideológico material que prescribe prácticas materiales reguladas por un ritual material, prácticas éstas que existen en los actos materiales de un sujeto que actúa con toda conciencia según su creencia.
Pero esta misma presentación prueba que hemos conservado las nociones siguientes: sujeto, conciencia, creencia, actos. De esta secuencia extraemos luego el término central, decisivo, del que depende todo: la noción de sujeto.
Y enunciamos enseguida dos tesis conjuntas: 1) No hay práctica sino por y bajo una ideología. 2) No hay ideología sino por el sujeto y para los sujetos. Podemos pasar ahora a nuestra tesis central.

La ideología interpela a los individuos como sujetos

Esta tesis viene simplemente a explicitar nuestra última proposición: la ideología sólo existe por el sujeto y para los sujetos. O sea: sólo existe ideología para los sujetos concretos y esta destinación de la ideología es posible solamente por el sujeto: es decir por la categoría de sujeto y su funcionamiento.
Con esto queremos decir que aun cuando no aparece bajo esta denominación (el sujeto) hasta el advenimiento de la ideología burguesa, ante todo con el advenimiento de la ideología jurídica (15), la categoría de sujeto (que puede funcionar bajo otras denominaciones: por ejemplo, en Platón, el alma, Dios, etc.) es la categoría constitutiva de toda ideología, cualquiera que sea su fecha histórica, ya que la ideología no tiene historia.
Decimos que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero agregamos enseguida que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología sólo en tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la “constitución” de los individuos concretos en sujetos. El funcionamiento de toda ideología existe en ese juego de doble constitución, ya que la ideología no es nada más que su funcionamiento en las formas materiales de la existencia de ese funcionamiento.
Para comprender claramente lo que sigue es necesario tener presente que tanto el autor de estas líneas como el lector que las lee son sujetos y, por lo tanto, sujetos ideológicos (proposición tautológica), es decir que tanto el autor como el lector de estas líneas viven “espontáneamente” o “naturalmente” en la ideología, en el sentido en que hemos dicho que “el hombre es por naturaleza un animal ideológico”.
Que el autor, al escribir las líneas de un discurso que pretende ser científico, esté completamente ausente, como “sujeto”, de su “discurso” científico (pues todo discurso científico es por definición un discurso sin sujeto y sólo hay “sujeto de la ciencia” en una ideología de la ciencia), es otra cuestión, que por el momento dejaremos de lado.
Tal como dijo admirablemente San Pablo, es en el “Logos” (entendamos, en la ideología) donde tenemos “el ser, el movimiento y la vida”. De allí resulta que, tanto para ustedes como para mí, la categoría de sujeto es una “evidencia” primera (las evidencias son siempre primeras): está claro que ustedes y yo somos sujetos (libres, morales, etc.). como todas las evidencias, incluso aquellas por las cuales una palabra “designa una cosa” o “posee una significación” (incluyendo por lo tanto las evidencias de la “transparencia” del lenguaje), esta “evidencia” de que ustedes y yo somos sujetos —y el que esto no constituya un problema— es un efecto ideológico, el efecto ideológico elemental (16). En efecto, es propio de la ideología imponer (sin parecerlo, dado que son “evidencias”) las evidencias como evidencias que no podemos dejar de reconocer, y ante las cuales tenemos la inevitable y natural reacción de exclamar (en voz alta o en el “silencio de la conciencia”): “¡Es evidente! ¡eso es! ¡Es muy cierto!”
En esta reacción se ejerce la función de reconocimiento ideológico que es una de las dos funciones de la ideología como tal (su contrario es la función de desconocimiento).
Tomemos un ejemplo muy “concreto”: todos nosotros tenemos amigos que cuando llaman a nuestra puerta y nosotros preguntamos “¿quién es?” a través de la puerta cerrada, responden (pues es “evidente”) “¡Soy yo!” De hecho, nosotros reconocemos que “es ella” o “es él”. abrimos la puerta, y “es cierto que es ella quien está allí”. Para tomar otro ejemplo, cuando reconocemos en la calle a alguien de nuestro conocimiento, le mostramos que lo hemos reconocido (y que hemos reconocido que nos ha reconocido) diciéndole “¡Buen día, querido amigo!” y estrechándole la mano (práctica material ritual de reconocimiento ideológico de la vida diaria, al menos en Francia; otros rituales en otros lugares).
Con esta advertencia previa y sus ilustraciones concretas, deseo solamente destacar que ustedes y yo somos siempre ya sujetos que, como tales, practicamos sin interrupción los rituales del reconocimiento ideológico que nos garantizan que somos realmente sujetos concretos, individuales, inconfundibles e (naturalmente) irremplazables. La escritura a la cual yo procedo actualmente y la lectura a la cual ustedes se dedican actualmente (17) son, también ellas, desde este punto de vista, rituales de reconocimiento ideológico, incluida la “evidencia” con que pueda imponérseles a ustedes la “verdad” de mis reflexiones o su “falsedad”.
Pero reconocer que somos sujetos, y que funcionamos en los rituales prácticos de la vida cotidiana más elemental (el apretón de manos, el hecho de llamarlo a usted por su nombre, el hecho de saber, aun cuando lo ignore, que usted “tiene” un nombre propio que lo hace reconocer como sujeto único, etc.), tal reconocimiento nos da solamente la “conciencia” de nuestra práctica interesante (eterna) del reconocimiento ideológico —su conciencia, es decir su reconocimiento—, pero no nos da en absoluto el conocimiento (científico) del mecanismo de este reconocimiento. Ahora bien, en este conocimiento hay que ir a parar si se quiere, mientras se hable en la ideología y desde el seno de la ideología, esbozar un discurso que intente romper con la ideología para atreverse a ser el comienzo de un discurso científico (sin sujeto) sobre la ideología.
Entonces, para representar por qué la categoría de sujeto es constitutiva de la ideología, la cual sólo existe al constituir a los sujetos concretos en sujetos, voy a emplear un modo de exposición especial, lo bastante “concreto” como para que sea reconocido, pero suficientemente abstracto como para que sea pensable y pensado dando lugar a un conocimiento.
Diría en una primera fórmula: toda ideología interpela a los individuos concretos como sujetos concretos, por el funcionamiento de la categoría de sujeto.
He aquí una proposición que implica que por el momento distinguimos los individuos concretos por una parte y los sujetos concretos por la otra, a pesar d que, en este nivel, no hay sujeto concreto si no está sostenido por un individuo concreto.
Sugerimos entonces que la ideología “actúa” o “funciona” de tal modo que “recluta” sujetos entre los individuos (los recluta a todos), o “transforma” a los individuos en sujetos (los transforma a todos) por medio de esta operación muy precisa que llamamos interpelación, y que se puede representar con la más trivial y corriente interpelación, policial (o no) “¡Eh, usted, oiga!” (18).
Si suponemos que la hipotética escena ocurre en la calle, el individuo interpelado se vuelve. Por este simple giro físico de 180 grados se convierte en sujeto. ¿Por qué? Porque reconoció que la interpelación se dirigía “precisamente” a él y que “era precisamente él quien había sido interpelado” (y no otro). La experiencia demuestra que las telecomunicaciones prácticas de la interpelación son tales que la interpelación siempre alcanza al hombre buscado: se trate de un llamado verbal o de un toque de silbato, el interpelado reconoce siempre que era precisamente él a quien se interpelaba. No deja de ser éste un fenómeno extraño que no sólo se explica por el sentimiento de culpabilidad”, pese al gran número de personas que “tienen algo que reprocharse”.
Naturalmente, para comodidad y claridad de la exposición de nuestro pequeño teatro teórico, hemos tenido que presentar las cosas bajo la forma de una secuencia, con un antes y un después, por lo tanto bajo la forma de una sucesión temporal. Hay individuos que se pasean. En alguna parte (generalmente a sus espaldas) resuena la interpelación: “¡Eh, usted, oiga!”. Un individuo (en el 90% de los casos aquel a quien va dirigida) se vuelve, creyendo-suponiendo-sabiendo que se trata de él, reconociendo pues que “es precisamente a él” a quien apunta la interpelación. En realidad las cosas ocurren sin ninguna sucesión. La existencia de la ideología y la interpelación de los individuos como sujetos son una sola y misma cosa.
Podemos agregar que lo que parece suceder así fuera de la ideología (con más exactitud en la calle) pasa en realidad en la ideología. Lo que sucede en realidad en la ideología parece por lo tanto que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen por definición fuera de ella; uno de los efectos de la ideología es la negación práctica por la ideología del carácter ideológico de la ideología: la ideología no dice nunca “soy ideológica”. Es necesario estar fuera de la ideología, es decir en el conocimiento científico, para poder decir: yo estoy en la ideología (caso realmente excepcional) o (caso general): yo estaba en la ideología. Se sabe perfectamente que la acusación de estar en la ideología sólo vale para los otros, nunca para sí (a menos que se sea realmente spinozista o marxista, lo cual respecto de este punto equivale a tener exactamente la misma posición). Esto quiere decir que la ideología no tiene afuera (para ella), pero al mismo tiempo que no es más que afuera (para la ciencia y la realidad).
Esto lo explicó perfectamente Spinoza doscientos años antes que Marx, quien lo practicó sin explicarlo en detalle. Pero dejemos este punto pletórico de consecuencias no sólo teóricas sino directamente políticas, ya que de él depende, por ejemplo, toda la teoría de la crítica y de la autocrítica, regla de oro de la práctica de la lucha de clases marxista-leninista.
La ideología interpela, por lo tanto, a los individuos como sujetos. Dado que la ideología es eterna, debemos ahora suprimir la forma de temporalidad con que hemos representado el funcionamiento de la ideología y decir: la ideología ha siempre-ya interpelado a los individuos como sujetos; esto equivale a determinar que los individuos son siempre-ya interpelados por la ideología como sujetos, lo cual necesariamente nos lleva a una última proposición: los individuos son siempre-ya sujetos. Por lo tanto los individuos son “abstractos” respecto de los sujetos que ellos mismos son siempre-ya. Esta proposición puede parecer una paradoja.
Sin embargo, el hecho de que n individuo sea siempre-ya sujeto, aun antes e nacer, es la simple realidad, accesible a cualquiera y en absoluto paradójica. Freud demostró que los individuos son siempre “abstractos” respecto de los sujetos que ellos mismos son siempre-ya, destacando simplemente el ritual que rodeaba a la espera de un “nacimiento”, ese “feliz acontecimiento”. Cualquiera sabe cuánto y cómo se espera a un niño que va a nacer. Lo que equivale a decir más prosaicamente, si convenimos en dejar de lado los “sentimientos”, es decir las formas de la ideología familiar, paternal/ maternal/ conyugal/ fraternal, en las que se espera el niño por nacer: se sabe de antemano que llevará el Apellido de su Padre.
Tendrá pues una identidad y será irremplazable. ya antes de nacer el niño es por lo tanto siempre-ya sujeto, está destinado a serlo en y por la configuración ideológica familiar específica en la cual es “esperado” después de haber sido concebido. Inútil decir que esta configuración ideológica familiar está en su unicidad fuertemente estructurada y que en esta estructura implacable más o menos “patológica” (suponiendo que este término tenga un sentido asignable), el antiguo futuro-sujeto debe “encontrar” “su” lugar, es decir “devenir” el sujeto sexual (varón o niña) que ya es por anticipado. Es evidente que esta sujeción y preasignación ideológica y todos los rituales de la crianza y la educación familiares tienen alguna relación con lo que Freud estudió en las formas de las “etapas” pregenitales y genitales de la sexualidad, por lo tanto en la “toma” de lo que Freud señaló, por sus efectos, como el Inconsciente. Pero dejemos también este punto.
Avancemos otro paso. Lo que va a retener ahora nuestra atención es la forma en que los “actores” de esta puesta en escena de la interpelación y sus roles específicos son reflejados en la estructura misma de toda ideología.

Un ejemplo: la ideología religiosa cristiana

Como la estructura formal de toda ideología es siempre la misma, nos limitaremos a analizar un solo ejemplo, accesible a todos, el de la ideología religiosa: puntualizamos que puede reproducirse la misma demostración con respecto a la ideología moral, jurídica, política, estética, etcétera.
Consideremos pues la ideología religiosa cristiana. Vamos a emplear una figura retórica y “hacerla hablar”, es decir, reunir en un discurso ficticio lo que “dice”, no sólo en sus dos Testamentos, en sus teólogos y sus Sermones, sino además en sus prácticas, sus rituales, sus ceremonias y sus sacramentos. La ideología religiosa cristiana dice poco más o menos lo que sigue:
Yo me dirijo a ti, individuo humano llamado Pedro (todo individuo es llamado por su nombre, en sentido pasivo, y nunca es él mismo quien se da su Nombre), para decirte que Dios existe y qué tú le debes rendir cuentas. Agrega: es Dios quien se dirige a ti por intermedio de mi voz (ya que la Escritura ha recogido la palabra de Dios, la Tradición la ha transmitido, la infalibilidad Pontificia la fija para siempre en sus puntos “delicados”). Dice: he aquí quién eres tú: ¡tú eres Pedro! ¡He aquí cuál es tu origen, has sido creado por Dios por la eternidad, aunque hayas nacido en 1920 después de Jesucristo! ¡He aquí tu lugar en el mundo! ¡He aquí lo que debes hacer! ¡Gracias a lo cual, si observas la “ley del amor”, serás salvado, tú, Pedro, y formarás parte del Cuerpo Glorioso de Cristo!, etcétera.
Es ése un discurso totalmente conocido y trivial, pero al mismo tiempo totalmente sorprendente. Sorprendente, pues si consideramos que la ideología religiosa se dirige precisamente a los individuos (19) para “transformarlos en sujetos”, interpelando al individuo Pedro para hacer de él un sujeto, libre de obedecer o desobedecer al llamado, es decir a las órdenes de Dios: si los llama por su Nombre, reconociendo así que ellos son siempre-ya interpelados como sujetos dotados de una identidad personal (hasta el punto de que el Cristo de Pascal dice: “Por ti yo he derramado esta gota de mi sangre”); si los interpela de tal modo que el sujeto responde “Sí, ¡soy precisamente yo! ”; si obtiene el reconocimiento de que ellos ocupan exactamente el lugar que ella les ha asignado como suyo en el mundo, una residencia fija (“¡es verdad, estoy aquí, obrero, patrón, soldado!”) en este valle de lágrimas; si obtiene de ellos el reconocimiento de un destino (la vida o la condena eternas) según el respeto o el desprecio con los que traten los “mandamientos de Dios”, la Ley convertida en Amor; si todo esto sucede exactamente así (en las prácticas de los muy conocidos rituales del bautismo, de la confirmación, de la comunión, de la confesión y de la extremaunción, etc.), debemos señalar que todo este “procedimiento” que pone en escena sujetos religiosos cristianos está dominado por un fenómeno extraño: tal multitud de sujetos religiosos posibles existe sólo con la condición absoluta de que exista Otro Sujeto Único, Absoluto, a saber, Dios.
Convengamos en designar este nuevo y singular Sujeto con la grafía Sujeto con mayúscula, para distinguirlo de los sujetos ordinarios, sin mayúscula.
Resulta entonces que la interpelación a los individuos como sujetos supone la “existencia” de otro Sujeto, Único y central en Nombre del cual la ideología religiosa interpela a todos los individuos como sujetos. Todo esto está claramente escrito (20) en las justamente llamadas Escrituras. “En aquellos tiempos, el Señor Dios (Yahvé) habló a Moisés en la zarza. Y el Señor llamó a Moisés: ‘¡Moisés!’ ‘¡Soy (precisamente) yo!’, dijo Moisés, ‘¡yo soy Moisés tu servidor, habla y yo te escucharé!’ y el Señor habló a Moisés y dijo: ‘Yo Soy El que Soy’”.
Dios se definió a sí mismo como el Sujeto por excelencia, aquel que es por sí y para sí (“Yo soy Aquel que soy”), y aquel que interpela a su sujeto, el individuo que le está sometido por su interpelación misma, a saber el individuo denominado Moisés. Y Moisés, interpelado-llamado por su Nombre, reconociendo que era “precisamente” él quien era llamado por Dios, reconoce que es sujeto, sujeto de Dios, sujeto sometido a Dios, sujeto por el Sujeto y sometido al Sujeto. La prueba es que lo obedece y hace obedecer a su pueblo las órdenes de Dios.
Dios es pues el Sujeto, y Moisés, y los innumerables sujetos del pueblo de dios, sus interlocutores-interpelados: sus espejos, sus reflejos. ¿Acaso los hombres no fueron creados a imagen de Dios? Como toda la reflexión teológica lo prueba, mientras que El “podría” perfectamente prescindir de ellos... Dios necesita a los hombres, el Sujeto necesita a los sujetos, tanto como los hombres necesitan a Dios, los sujetos necesitan al Sujeto. Mejor dicho: Dios necesita a los hombres, el gran Sujeto necesita a los sujetos incluso en la espantosa inversión de su imagen en ellos (cuando los sujetos se revuelcan en el desenfreno, en el pecado).
Mejor aun: Dios se desdobla y envía su Hijo a la tierra, como simple sujeto “abandonado” por él (la larga queja del Huerto de los Olivos que termina en la Cruz), sujeto pero también Sujeto, hombre pero Dios, para cumplir aquello para lo cual se prepara la Redención final, la Resurrección del Cristo. Dios necesita pues “hacerse” hombre él mismo, el Sujeto necesita convertirse en sujeto, como para demostrar empíricamente, de manera visible para los ojos, tangible para las manos (véase Santo Tomás) de los sujetos que, si son sujetos sometidos al Sujeto, es únicamente para regresar finalmente, el día del Juicio Final, al seno del Señor, como el Cristo, es decir al Sujeto (21).
Descifremos en lenguaje teórico esta admirable necesidad del desdoblamiento del Sujeto en sujetos y del Sujeto mismo en sujeto-Sujeto.
Observamos que la estructura de toda ideología, al interpelar a los individuos como sujetos en nombre de un Sujeto Único y Absoluto es especular, es decir en forma de espejo, y doblemente especular; este redoblamiento especular es constitutivo de la ideología y asegura su funcionamiento. Lo cual significa que toda ideología está centrada, que el Sujeto Absoluto ocupa el lugar único del Centro e interpela a su alrededor a la infinidad de los individuos como sujetos en una doble relación especular tal que somete a los sujetos al Sujeto, al mismo tiempo que les da en el Sujeto en que todo sujeto puede contemplar su propia imagen (presente y futura), la garantía de que se trata precisamente de ellos y de El y de que, al quedar todo en Familia (la Santa Familia: la Familia es por esencia santa), “Dios reconocerá en ella a los suyos”, es decir que aquellos que hayan reconocido a Dios y se hayan reconocido en El serán salvados.
Resumamos lo que hemos obtenido sobre la ideología en general.
La estructura especular redoblada de la ideología asegura a la vez:
1) la interpelación de los “individuos” como sujetos,
2) su sujeción al Sujeto,
3) el reconocimiento mutuo entre los sujetos y el Sujeto, y entre los sujetos mismos, y finalmente el reconocimiento del sujeto por él mismo (22).
4) la garantía absoluta de que todo está bien como está y de que, con la condición de que los sujetos reconozcan lo que son y se conduzcan en consecuencia, todo irá bien: “Así sea”.
Resultado: tomados en este cuádruple sistema de interpelación como sujetos, de sujeción al Sujeto, de reconocimiento universal y de garantía absoluta, los sujetos “marchan”, “marchan solos” en la inmensa mayoría de los casos, con excepción de los “malos sujetos” que provocan la intervención ocasional de tal o cual destacamento del aparato (represivo) de Estado. Pero la inmensa mayoría de los (buenos) sujetos marchan bien “solos”, es decir con la ideología (cuyas formas concretas están realizadas en los aparatos ideológicos de Estado). Se insertan en las prácticas gobernadas por los rituales a los AIE. “Reconocen” el estado de cosas existentes (das Bestehende ), que “es muy cierto que es así y no de otro modo”, que se debe obedecer a Dios, a su conciencia, al cura, a de Gaulle, al patrón, al ingeniero, que se debe “amar al prójimo como a sí mismo”, etc. Su conducción concreta, material, no es más que la inscripción en la vida de las admirables palabras de su plegaria “¡Así sea!”
Sí, los sujetos “marchan solos”. Todo el misterio de este efecto reside en los dos primeros momentos del cuádruple sistema de que acabamos de hablar, o, si se prefiere, en la ambigüedad del término sujeto. En la acepción corriente del término, sujeto significa efectivamente 1) una subjetividad libre: un centro de iniciativas, autor y responsable de sus actos; 2) un ser sojuzgado, sometido a una autoridad superior, por lo tanto despojado de toda libertad, salvo la de aceptar libremente su sumisión. Esta última connotación nos da el sentido de esta ambigüedad, que no refleja sino el efecto que la produce: el individuo es interpelado como sujeto (libre) para que se someta libremente a las órdenes del Sujeto, por lo tanto para que acepte (libremente) su sujeción, por lo tanto para que “cumpla solo” los gestos y actos de su sujeción. No hay sujetos sino por y para su sujeción. Por eso “marchan solos”.
“¡Así sea !”... Esas palabras, que registran el efecto a obtener, prueban que no es “naturalmente” así (“naturalmente”: fuera de esta plegaria, o sea, fuera de la intervención ideológica). Esas palabras prueban que es necesario que sea así, para que las cosas sean como deben ser, digámoslo ya: para que la reproducción de las relaciones de producción sea asegurada cada día (incluso en los procesos de producción y circulación) en la “conciencia”, o sea, en el comportamiento de los individuos sujetos que ocupan los puestos que la división socio-técnica del trabajo les ha asignado en la producción, la explotación, la represión, la ideologización, la práctica científica, etc. ¿Qué implica realmente ese mecanismo del reconocimiento especular del Sujeto, de los individuos interpelados como sujetos y de la garantía dada por el Sujeto a los sujetos si aceptan libremente su sometimiento a las “órdenes” del Sujeto? La realidad de ese mecanismo, aquella que es necesariamente desconocida en las formas mismas del reconocimiento (ideología = reconocimiento/desconocimiento) es efectivamente, en última instancia, la reproducción de las relaciones de producción y las relaciones que de ella dependen.
P.S. Si bien estas pocas tesis esquemáticas permiten aclarar ciertos aspectos del funcionamiento de la superestructura y de su modo de intervención en la infraestructura, son evidentemente abstractas y dejan necesariamente en suspenso importantes problemas, sobre los cuales debemos decir unas palabras:
1) El problema del proceso de conjunto de la realización de la reproducción de las relaciones de producción.
Los AIE contribuyen, como elemento de ese proceso, a esta reproducción. Pero el punto de vista de su simple contribución se mantiene abstracto.
Solamente en el seno mismo de los procesos de producción y de circulación se realiza esta reproducción. Es realizada por el mecanismo de esos procesos, donde es “perfeccionada” la formación de los trabajadores, donde le son asignados los puestos, etc. Es en el mecanismo interno de esos procesos donde va a ejercerse el efecto de diferentes ideologías (ante todo de la ideología jurídico-moral).
Pero este punto de vista continúa siendo abstracto, dado que en una sociedad de clase las relaciones de producción son relaciones de explotación, por lo tanto, relaciones entre clases antagónicas. La reproducción de las relaciones de producción, objetivo último de la clase dominante, no puede ser una simple operación técnica de formación y distribución de los individuos en los diferentes puestos de la “división técnica” del trabajo: toda división “técnica”, toda organización “técnica” del trabajo es la forma y la máscara de una división y una organización sociales (de clase) del trabajo. La reproducción de las relaciones de producción sólo puede ser, por lo tanto, una empresa de clase. Se realiza a través de una lucha de clases que opone la clase dominante a la clase explotada.
El proceso de conjunto de la realización de la reproducción de las relaciones de producción se mantiene pues abstracto a menos de ubicarse en el punto de vista de la lucha de clases. Ubicarse en el punto de vista de la reproducción es, en última instancia, por lo tanto, ubicarse en el punto de vista de la lucha de clases.
2) El problema de la naturaleza de clase de las ideologías que existen en una formación social.
El “mecanismo” de la ideología en general es una cosa. Se ha visto que se reducía a ciertos principios contenidos en pocas palabras (tan “pobres” como las que definen según Marx la producción en general, o en Freud el inconsciente en general). Si hay en él algo de verdad, ese mecanismo es abstracto con respecto a toda formación ideológica real.
Se ha propuesto la idea de que las ideologías eran realizadas en las instituciones, en sus rituales y sus prácticas, los AIE. Se ha visto que éstos contribuían a una formación de la lucha de clases, vital para la clase dominante, que es la reproducción de las relaciones de producción. Pero este mismo punto de vista, por más real que sea, sigue siendo abstracto.
En efecto, el Estado y sus aparatos sólo tienen sentido desde el punto de vista de la lucha de clases, como aparato de lucha de clases que asegura la opresión de clases y garantiza las condiciones de la explotación y de su reproducción. Pero no existe lucha de clases sin clases antagónicas. Quien dice lucha de clase de la clase dominante dice resistencia, rebelión y lucha de clase de la clase dominada.
Por esta razón los AIE no son la realización de la ideología en general, ni tampoco la realización sin conflictos de la ideología de la clase dominante. La ideología de la clase dominante no se convierte en dominante por gracia divina, ni en virtud de la simple toma del poder de Estado. Esta ideología es realizada, se realiza y se convierte en dominante con la puesta en marcha de los AIE. Ahora bien, esta puesta en marcha no se hace sola, por el contrario, es objeto de una ininterrumpida y muy dura lucha de clases: primero contra las antiguas clases dominantes y sus posiciones en los viejos y nuevos AIE, después contra la clase explotada.
Pero este punto de vista de la lucha de clases en los AIE es todavía abstracto. En efecto, la lucha de clases en los AIE es ciertamente un aspecto de la lucha de clases, a veces importante y sintomático: por ejemplo la lucha antirreligiosa del siglo XVIII, y actualmente, la “crisis” del AIE escolar en todos los países capitalistas. Pero la lucha de clases en los AIE es sólo un aspecto de una lucha de clases que desborda los AIE. La ideología que una clase en el poder convierte en dominante en sus AIE, se realiza en esos AIE, pero los desborda, pues viene de otra parte; también la ideología que una clase dominada consigue defender en y contra tales AIE los desborda, pues viene de otra parte.
Las ideologías existentes en una formación social sólo pueden explicarse desde el punto de vista de las clases, es decir, de la lucha de clases. No sólo desde ese punto de partida es posible explicar la realización de la ideología dominante en los AIE y las formas de lucha de clases en las cuales tanto la sede como lo que está en juego son los AIE. Pero también y principalmente desde ese punto de vista se puede comprender de dónde provienen las ideologías que se realizan en los AIE y allí se enfrentan.
Puesto que si es verdad que los AIE representan la forma en la cual la ideología de la clase dominante debe necesariamente medirse y enfrentarse, las ideologías no “nacen” en los AIE sino que son el producto de las clases sociales tomadas en la lucha de clases: de sus condiciones de existencia, de sus prácticas, de su experiencia de lucha, etcétera. Abril de 1970

Notas:
(15) Que utiliza la categoría jurídica de “sujeto de derecho” para convertirla en una noción ideológica: el hombre es por naturaleza un sujeto.
(16) Los lingüistas y los que se refugian en la lingüística con fines diversos tropiezan a menudo con dificultades que resultan de su desconocimiento del juego de los efectos ideológicos en todos los discursos, incluso los discursos científicos.
(17) Obsérvese que ese doble actualmente es una nueva prueba de que la ideología es “eterna”, ya que esos dos “actualmente” están separados por cualquier intervalo de tiempo. Yo escribo estas líneas el 6 de abril de 1969, ustedes las leerán en cualquier momento.
(18) En la práctica policial la interpelación, esa práctica cotidiana sometida a un ritual preciso, adopta una forma completamente especial ya que se ejerce sobre los “sospechosos”.
(19) Aunque sabemos que el individuo es siempre sujeto, seguimos usando ese término, cómodo por el efecto contrastante que produce.
(20) Cito de manera combinada, o textual, pero sí “en espíritu y verdad”.
(21) El dogma de la Trinidad es la teoría del desdoblamiento del Sujeto (el Padre) en sujeto (el Hijo) y de su relación especular (el Espíritu Santo).
(22) Hegel es (sin saberlo) un admirable “teórico” de la ideología, en tanto que “teórico” del Reconocimiento Universal, que lamentablemente terminó en la ideología del Saber Absoluto. Feuerbach es un sorprendente “teórico” de la relación especular, que lamentablemente terminó en la ideología de la Esencia Humana. Si se desea encontrar elementos para desarrollar una teoría de la garantía, es necesario volver a Spinoza.

29 marzo 2006

Jesús Martín-Barbero: Los inicios de la modernidad

Fragmento de la entrevista en el Diario Clarín al Dr. Jesús Martín-Barbero. El entrevistador fue Daniel Ulanovsky Sack, y fue publicado el 14 de octubre de 1990 (páginas 14 y 15).

Las brujas pusieron en jaque a la cultura moderna

-¿Por qué vinculás la quema de brujas durante los siglos XVII y XVIII con la disputa entre la cultura popular y la cul­tura letrada?

-Cuando terminaba la Edad Media y empezaba a formarse el capitalismo, el mundo occidental no respondía a una sola forma de pensar ni a una sola lógica. Cada terruño tenía sus saberes particula­res. Pero la idea de racionalidad ya esta­ba en ascenso: se buscaba cómo producir mejor y más rápido y se trataba de uni­formar costumbres entre regiones diferen­tes para que la tradición local -basada en experiencias, historias y mitos ancestra­les- dejara paso a un saber único y lógico. La brujería era un escollo porque ponía en juego la supremacía del nuevo poder. Mientras los hombres letrados endiosaban la razón, las hechiceras hacían gala de su conocimiento de alquimia, de plantas y de energías especiales para explicar -y solu­cionar, si era posible- los problemas de la vida diaria. El pueblo les creía y la gente cultivada se veía obligada a «competir» con ellas para ver cuál de los dos saberes era mejor. Además las brujas no respon­dían a ninguna jerarquía: cada una ofrecía sus conocimientos, pero nadie les podía tomar examen.

-¿Esa «independencia» era peligrosa para el pensamiento científico que em­pezaba a desarrollarse?

-Claro. Significaba que una parte de la sociedad no aceptaba esas innovaciones y se mantenía al margen de ellas. Por otra parte, el saber racional era muy inci­piente y aún temía los poderes de las brujas, al punto tal que reconocía sus fuerzas y en ningún momento se burlaba de ellas. Al contrario, las perseguía por­que eran poderosas. Es interesante ver cómo se condenaba a las hechiceras en aquella época: un campesino, por ejem­plo, testimoniaba sobre la muerte de una vaca o sobre el desarrollo de una nueva plaga. Luego, el tribunal hacía referencias al demonio o a fuerzas maléficas, pero no se comprobaba, en el sentido actual del término, la culpabilidad de la bruja. La sola aparición del mal justificaba el cas­tigo. Otro hecho interesante es que la cul­tura racional estaba manejada por hom­bres, en tanto el saber misterioso de la magia era patrimonio, principalmente, de las mujeres. ¿Acaso no se suele contrapo­ner el poder de seducción femenino con la fría lógica del hombre? Las brujas, ade­más, surgían de sectores populares, en tanto para ser parte de la «cultura culta» se necesitaba pertenecer a la nobleza o a la burguesía.

Jorge Huergo: "De la escolarización a la comunicación en la educación"

En Huergo, Jorge y María Belén Fernández: Cultura escolar, cultura mediática / Intersecciones. 2000

La propuesta es suspender las evidencias construidas por una infinidad de proyectos y prácticas que han invadido y están saturando un imaginario que habla de «educación para la comunicación» o de «comunicación para la educación», sentidos que están ligados a la empresa de la escolarización. En el para de ambos sentidos, aparece como evidente un anudamiento significativo que atribuye a la comunicación una situación de causa para lograr efectos educativos, o a la educación una función para alcanzar la comunicación armoniosa. Suspender esas evidencias significa disminuir el peso de la gravedad causal y desarreglar las relaciones funcionales (cfr. Piccini, 1999); las lecturas y las soluciones «físicas» han sido desbordadas por la revoltura sociocultural que vivimos. ¿Qué significados adquiere la relación entre Comunicación y Educación en la revoltura sociocultural de fin de siglo?. ¿Cómo está atravesando a la institución educativa esa desorden sociocultural?. ¿Cuáles son las provocaciones para la investigación en Comunicación/Educación en medio de esta constelación aparentemente caótica de problemas?.
Suspender las evidencias de innumerables proyectos y prácticas destinados por el para, que les otorga sentido, significa atravesar los límites impuestos al futuro interrogándonos por la escolarización como un modo material de «comunicación en la educación»; es decir, preguntándonos por el sentido del pasado en la constitución histórica de determinados dominios de saber y regímenes de verdad que se producen, distribuyen, circulan, reproducen y consumen en torno a la escuela.

Entrada: Para una arqueología de la escolarización

En la lucha entre razón y saber ancestral, los procesos educati­vos se desarrollaron principalmente en una institución: la escuela. Uno de los núcleos organizacionales que permitió la inserción de las personas, los grupos y las sociedades en la modernidad es la escuela (junto con los mercados, las empresas y las hegemonías; cfr. Brunner, 1992). La escuela, que significó y significa una revolución en la manera de organizar los procesos de socialización, de habilitación para funcionar cotidianamente y de transmisión y uso de conocimientos, debe entenderse en relación con los otros núcleos organizacionales, y con los rasgos propios de la modernidad: la sociedad capitalista, la cultura de masas, la configuración de hegemonías y la democracia.
La escolarización alude a un proceso en que una práctica social como la escolar, va extendiéndose a nivel masivo en las sociedades modernas. De este modo, la escuela se va constituyendo como insti­tución destinada a producir un determinado orden imaginario social y a reproducir las estructuras y organizaciones sociales modernas exis­tentes.
A la escolarización tenemos que percibirla como íntimamente emparentada con:

* el disciplinamiento social de los sujetos y sus cuerpos y de los saberes,
* la racionalización de las práctica culturales cotidianas, oscuras y confusas,
* la construcción e identificación de un estatuto de la in­fancia,
* la producción de una lógica escritural, centrada en el texto o en el libro,
* la guerra contra otros modos de educación provenientes de otras formas culturales,
* la configuración de un encargado de la distribución escolarizada de saberes, prácticas y representaciones: el maestro moderno,
* la definición de un espacio público nacional y la consecuente formación de ciudadanos para esos Estados.
El proceso de escolarización interjuega con ciertos principios estructurales de nuestras sociedades. Los principios estructurales pueden definirse como las propiedades estructurales de raíz más profunda, que están envueltas en la reproducción de las totalidades societarias (Giddens, 1995: 54). Estos principios -sin ser exhaustivos- son: el disciplinamiento de la vida cotidiana, el paso de la cultura oral a la lógica escritural, el desplazamiento de la cultura «popular» por la cultura «culta» o "«letrada» y el reemplazo del «estado de naturaleza» por la vida de la sociedad. Estos principios pueden ofrecernos un criterio genealógico de análisis; pero su materialización en estos procesos, difícilmente pueden explicarnos del todo la escolarización hoy. Algunos de ellos han sido puestos en crisis en la actualidad, no sólo desde la dinámica sociocultural concreta, sino también desde la teoría.

1. Disciplinamiento de la vida cotidiana

La noción de disciplinamiento señala la «organización racional de la vida social cotidiana», a la que se considera irracional o no ra­cional; esta organización se lograría (según el proyecto de la Ilustra­ción) por el control que ejercen los «especialistas» sobre las esferas o estructuras de la racionalidad (cognoscitiva o científica, moral y esté­tica o artística), y tiene como expectativas que la racionalidad (como principio organizador) promueva el control de las fuerzas naturales, comprenda al mundo y al individuo y logre así el progreso moral, la justicia y la felicidad del hombre (Habermas, 1988); es una organización que hace refe­rencia a la racionalidad instrumental o técnica, entendida en su ca­rácter controlador, manipulador y dominador de lo diferente y los di­ferentes.
El poder disciplinario necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél (Foucault, 1993a). En la perspectiva de Foucault lo importante no es resolver quién tiene el poder y qué busca el poder, sino estudiar los lugares donde se implanta y produce sus efectos concretos (sujeción de los cuerpos, dirección de los gestos, régimen de los comportamientos). Lo importante es captar la instancia material de la sujeción en cuanto constitución de los sujetos a partir de los efectos de poder sobre los cuerpos periféricos y múltiples.
El poder se ejerce a través de una organización reticular. En esta red los individuos circulan, sufren y a la vez ejercen el poder; en éste sentido son sus elementos de recomposición. "En otras palabras, el poder no se aplica a los individuos, sino que transita a través de los individuos". El individuo no debe comprenderse como contrapuesto al poder sino que es un efecto del poder y un elemento de su composición (Foucault, 1993a: 27).
Este tipo de poder es uno de los grandes inventos de la sociedad burguesa, y ya no puede transcribirse en términos de soberanía. Este poder que ha sido fundamental en la constitución del capitalismo industrial, no es el poder de la soberanía, es el poder disciplinario. La figura de este poder disciplinario es el panóptico (de J. Bentham), que ha configurado desde la disposi­ción de los espacios y los cuerpos, hasta las formas de las relaciones en cada institución.
Pero la disciplina no se juega en terrenos oscuros y mudos, no es sólo una disciplina de los sujetos, sino también de los saberes. Las disciplinas son portadoras de un discurso, crean aparatos de saber y conocimientos. El saber que producen las disciplinas es un saber clí­nico cuyo discurso se apoya sobre la norma; es el discurso de la nor­malización. Como tal, implica el poder de dominación sobre un campo de conocimientos. Y el portador de ese saber en la escuela (el educador) posee, entonces, el poder que le corresponde.
La escolarización va a contribuir significativamente al despla­zamiento de las formas desordenadas de la cotidianidad al discipli­namiento social como concreción del anudamiento entre orden y con­trol. Un disciplinamiento que, en la institución escolar, se disemina en rituales y rutinas, en secuencias de contenidos, en administración de espacios, en diseños arquitectóni­cos, y en los medios del buen encauzamiento, como la vigilancia jerárquica, el examen, la sanción normalizadora, la inspección, el registro; todos ellos articulados con la función de la mirada como mecanismo de control social (Foucault, 1976): lo que se puede ver está controlado, y en la medida en que se vigilan los suje­tos y las acciones, se produce el orden social.
La escolarización como disciplinamiento es una estrategia de racionalización, cuyo objeto es remediar el hedor de las culturas po­pulares, la oscuridad, la confusión, el desorden, el atraso. Y lo hace centrándose en la higiene, la sujeción, la corrección, la disciplina, el orden, la distinción, las buenas costumbres, la clasificación (Varela y Álvarez Uría, 1991). Razones de inferioridad, anormalidad, o de clase, han sido siempre los argumentos para la es­colarización y el consecuente disciplinamiento del «otro». La natura­leza del «incorregible» (dice Foucault, 1993b), descalificado como sujeto de derecho, provocó -además- la institucionalización del «encierro».
La eficacia del control en la escolarización, ha estado vinculada con «las» efectoras del mismo: las maestras. Si de lo que se trata es de pasar de la «naturaleza» a la «sociedad civilizada», las maestras favorecen la internalización de la normatividad, representando no una violencia, sino el habitus familiar (del idion a superar). Para Sarmiento, la «ductilidad femenina», en un estado semibárbaro, es el mejor factor para la sumisión a la autoridad, para el orden y el control, porque afectiva y socialmente las mujeres están más cerca del «estado de naturaleza» a remediar (véase Sarmiento, 1949).
Puede observarse que la gratificación de las necesidades instintivas es incompatible con la sociedad civilizada; y de este modo acceder al «mito» del «estado de naturaleza», propio de la soberanía de la ananke. En teoría, el aumento de la productividad hace más real la promesa de una vida mejor y más feliz para todos; pero, en la práctica, la intensificación del progreso parece ir unida a la intensificación de la falta de libertad (Marcuse, 1981). Disciplinamiento, en esta línea, significa que el principio de realidad necesita de la represión del principio del placer; que el instinto y la naturaleza están fatalmente sujetos a la transformación cultural e histórica. Pero la historia del hombre es la historia de su represión, ya que la cultura restringe la estructura instintiva. De lo que resulta que la represión/restricción es la precondición esencial para el progreso.
Pero el objeto de la escolarización es que la racionalización sea asumida como propia en la producción del individuo y del actor so­cial. El sujeto mismo aprende a racionalizar el placer, aprende a sustituir el placer inmediato, irreprimido, el gozo por el juego, por el «placer» retardado, restringido, seguro, y por el trabajo. Según Her­bert Marcuse, el resultado es que el individuo llega a ser un sujeto consciente, pensante y racional. La escolarización se hace cargo de la producción de un acontecimiento nodular: la sustitución del principio del placer por el de realidad, que es el gran suceso traumático en el desarrollo del género y del individuo. Se hace cargo del paso de las actividades sexuales a las económicas, en términos freudianos. Tanto el nivel ontogenético como el filogenético basados en la represión, necesitan del orden y el control racional, de un disciplinamiento de lo natural y de la libertad. La escolarización, como proceso «cultural», nos hace pagar el precio de la libertad, constituyéndose así en una grandiosa paradoja de la modernidad (que nos prometía esa liber­tad).
Sin embargo, la insatisfacción (la no gratificación) y el deseo reprimido, producto del ser dominado, deben ser redimidos (disueltos, asimilados, diluidos, aprovechados) mediante acciones sociales positivas. Podría afirmarse que la misma energía del deseo insatisfecho, aumenta el deseo, que es aprovechado por la sociedad capitalista para disciplinar, consumir, trabajar, producir, es decir: responder al principio de realidad, en el mismo acto de la represión del principio del placer.
Necesitamos aquí referirnos al psicoanálisis. "El psicoanálisis ha demostrado que son, predominantemente -si no exclusivamente-, impulsos instintivos sexuales los que sucumben a (la) represión cultural. Parte de ellos integra la valiosa cualidad de poder ser desviados de sus fines más próximos y ofrecer así su energía, como tendencias 'sublimadas', a la evolución cultural" (Freud, 1988, Vol. 15: 2740). Es claro que cuando Freud habla de energía que se ofrece (en forma sublimada) se está refiriendo a esa misma energía puesta al servicio, en este caso, de la sociedad capitalista, en las formas del trabajo y la acción social, ahora disciplinados o racionalizados. Incluso Freud, en el Esquema del psicoanálisis citado, habla de una doma de lo inmoral (lo instintivo-sexual), donde lo inmoral haría referencia a la negación de la moral capitalista, disciplinante, dominante.
El disciplinamiento hace que la función de las «descargas motoras» sea empleada en la «apropiada alteración de la realidad». Es decir, las energías del placer, son convertidas en acción. Con lo que las exigencias del principio del placer siguen existiendo bajo el principio de la realidad, pero transubstanciadas. Son puestas al servicio de la economía. Una de las finalidades claves de la escolarización, es provocar en los individuos esta transubstanciación del placer.
Pero si para perpetuar la vida humana ha sido necesaria una represión básica, la dominación social provoca una serie de restricciones que Marcuse denomina represión excedente. Además desarrolla el problema del principio de actuación (performance principle), que es la forma histórica dominante del «principio de la realidad» (Marcuse, 1981: 46). Los diferentes modos de dominación del hombre y la naturaleza, dan lugar a varias formas históricas del «principio de la realidad», que según sus intereses específicos, introducen controles adicionales sobre los indispensables para la vida social. Estos controles adicionales constituyen la represión excedente. En el caso de la sociedad moderna y capitalista, los controles adicionales están gobernados por el principio de actuación, que estructura a la sociedad de acuerdo con la actuación o performatividad económica. Por ejemplo, en nuestro sistema no es el trabajo lo opuesto al Eros, sino el trabajo alienado o enajenado.
Para lograr el disciplinamiento -además- la escolarización también va configurando «modos del deseo», de tal manera que las restricciones operan como una fuerza internalizada: el individuo «normal» vive su represión «libremente» y desea lo que se supone que (según el principio de actuación) debe desear (véase Marcuse, 1981: 54-55). En éstos términos, la racionalización estratégicamente desplegada en la escolarización (en cuanto disciplinamiento), produce más un performer que un transformer; un ejecutor eficaz que un actor social.

2. Cultura popular vs. cultura letrada

El estudio de las «culturas populares» en la modernidad ha sido objeto de diferentes disciplinas en los últimos años. Jesús Martín-Barbero describe un escenario representativo de lo que significa la modernidad sobre todo en Europa (Martín-Barbero, 1987; 1990). Pero su validez es indiscutible en cuanto muestra la constelación de situaciones que acompañaron el paso de una cultura «popular» a una cultura «letrada» (paso que aún hoy es objeto de discusión si en realidad fue dado).
Para Barbero, la modernidad es una irrupción que está ligada al capitalismo, la industrialización y el iluminismo, y para imponer este estilo de organización se necesita uniformar costumbres y combatir los poderes territoriales que desafían a la nueva disposición social. El problema del saber no es más que el asunto de un andamiaje ideológico para sostener el nuevo diseño, que se basa en el saber frío, lógico y racional de los varones. Desde allí, tal vez, debamos empezar a comprender por qué las culturas populares han sido asimiladas a la sensibilidad. Barbero va más allá: habla de la seducción femenina (misterio y opacidad), que también instaura una seducción por un tipo de saber, del cual el poco seductivo saber racional nada quiere saber.
La lucha por la hegemonía que se instaura, y que como tal es cruel e injusta, pretende (de parte de los «letrados») lograr un consenso que no podrían obtener de otro modo. El consenso que buscan, inclusive es contradictorio con sus procedimientos. Los hombres del «saber racional», la mayoría de las veces quemaron las brujas sin ningún tipo de comprobación (aunque defendieran la ciencia) sino sólo con la delación de algunos adulones o temerosos.
La escolarización jugó un papel clave porque enseñaba a los chicos un saber lógico y racional incompatible con la diversidad, el desorden y la confusión de creencias, expectativas, modos de trans­misión y acciones populares. La escolarización hizo caer en despresti­gio un conjunto de tradiciones y visiones del mundo que estaban fuertemente ligadas al pasado de cada región, y que vivían en la me­moria.
En Latinoamérica, la pugna entre culturas ha tenido aristas particulares. Más allá de poder realizarse una lectura acerca de los cruces culturales, del lado «blando» o «duro» del impacto de la modernidad en América, del mestizaje como «matriz cultural», del sincretismo, del la heterogeneidad multitemporal y las hibridaciones, Rodolfo Kusch ha propuesto una doble comprensión (que implica una doble forma de situarse) necesaria para acceder a nuestra cultura. La dualidad entre sujeto pensante y sujeto cultural en América (Kusch, 1976), hace que debamos acceder a ella considerando dos presiones: la del hedor y la de la pulcritud; la del mero estar y la del ser alguien (Kusch, 1986). Por un lado, lo deseable: el progresismo civilizatorio, lo racional, lo fundante; por el otro, lo indeseable, el primitivismo bárbaro, lo irracional, lo arcaico, lo demoníaco. El hombre latinoamericano vive esta dualidad en la forma de dos presiones: la seducción por ser alguien (una libertad sin sujeto, pero rodeada de objetos) y el miedo a dejarse estar (una amenaza con la fuerza de lo bárbaro: el miedo a «ser inferior»).
Preexiste en la historia cultural latinoamericana un mito: el mito de la pulcritud, según el cual la civilización (la «pulcritud») y el progreso debe remediar la barbarie y el atraso (el «hedor»). Como contrapartida de este emprendimiento de mutación del ethos popular, el «hedor», lo que hay de profundo y creativo propio, fagocita la «pulcritud» y su «patio de objetos». La escolarización ha sido pensada como uno de los factores determinantes en este remedio de la barbarie y el atraso -o para la «miseria moral» y la «ignorancia» (Saviani, 1988), o en la mutación del ethos popular. La pulcritud que transmite la Escuela, como formadora del ser alguien, son los saberes «modernos», científicos, tecnológicos, y las pautas de vida, conductas y valores propios de Occidente. La escolarización permite la transmisión de un «patio de objetos» culturales y científicos, y la normalización, disciplinamiento o moralización de la vida «bárbara».
La dualidad aparece en los términos de civilización y barbarie en Domingo Sarmiento, como contraposición del «espíritu» y la «naturaleza» (Sarmiento, 1964). Es muy sugestiva la asimilación del gaucho y su cultura a la naturaleza, como en el capítulo segundo del Facundo, o en el retrato de Quiroga en el capítulo quinto. La sociedad civilizada, que implica el progreso material (modernización) y la perfección moral, debe construirse contra su propia naturaleza, con la idea de sustitución y no de complementación. En el esquema sarmientino, la relación entre el sujeto pedagógico y la Nación tiene un claro sentido «positivo» (el positum de la civilización es Europa) y no proviene del rescate de lo propio. Más bien la propuesta es encarar lo propio y, trocándole su destino, proyectarlo hacia la civilización. En este marco, las masas populares son vistas como hordas indisciplinadas, y la escolarización es una guerra contra ellas por medios no violentos (Facundo debe morir, y el arquetipo es Barranca Yaco; Sarmiento, 1964: capítulo 13). De allí que la «educación popular» no se dirija al sujeto popular, sino a la «población»: categoría que implica la indeterminación sociopolítica por la vía del arrollamiento de los sujetos (Puiggrós, 1994). La contradicción está en que la escolarización (en la teoría) pretende la participación de los sujetos en el sistema sociopolítico (Sarmiento, 1949); los mismos sujetos que ella contribuye a eliminar (en la práctica). La legitimación del nuevo sistema se da por exclusión del diferente.
La escolarización ha debido naturalizar (presentar como natural algo que no lo es) la puesta en funcionamiento de una maquinaria (la maquinaria escolar; Varela y Álvarez Uría, 1991), y lo ha hecho sobre la base de la institución del «estatuto de la infancia». Un «estatuto» implica que algo ha sido insti­tuido o congelado, donde había (y hay) variabilidad y procesualidad, estableciendo un equilibrio precario o momentáneo (que se pretende permanente y estable) de algo que es dinámico y variable. En este caso, la definición de un «estatuto de la infancia» ha estado articu­lada con la categorización del infante como menor, la emergencia de un espacio específico destinado a la educación de los niños (el edifi­cio institucional escolar) y la aparición de un cuerpo de especialistas de la infancia dotados de tecnologías específicas y de cada vez más elaborados códigos teóricos.
Con la escolarización, se construye la idea del menor, que co­mienza a pensar en forma «moderna» y empieza a «avergonzarse» del saber oscuro de su familia. De este modo se rompía la continuidad de una cultura tradicional y se desplegaba con gran fuerza homogenei­zadora la nueva cultura «moderna». La escuela como utopía de protec­ción de los niños, que niega la vida social, ha contribuido efectiva­mente a la aceptación del disciplinamiento social o del statu quo, que está representado por la imitación de la vida «excelente» (según Pla­tón) o por la repetición de los modelos vivos (los maestros de Come­nio).
El desplazamiento del «mero estar» hacia el «ser alguien» (que está unido a la idea del progreso como un fantasma, anudado con la obtención de y la pertenencia sobre un «patio de objetos» materiales o simbólicos) se concreta en la educación como preparación para: pre­paración del menor para la civilización prometida, para la vida futu­ra, para el mundo adulto, para la vida social, para el mercado, para el mundo laboral. Los estatutos (como el de la infancia) tienen que ser considerados e investigados como nudos de hegemonía (según pro­pone Raymond Williams, 1997), donde la fijeza que uno puede ver, por vía de la historización revelará el acallamiento de los conflictos y su sus­pensión a través de la de-signación de la realidad y los contendientes. Los «conceptos» instituidos (como el de «infancia» o «menor») llevan inscriptos conflictos materiales que pretenden acallar o suspender racionalizándolos.

3. De la oralidad a la escritura

La escolarización ha producido cambios drásticos en la cultura humana, como lo es el paso de las culturas orales a la lógica escritu­ral. Para nosotros es casi imposible situarnos en una cultura oral primaria, ya que hemos sido alfabetizados. Combinando diferentes marcos conceptuales, podría caracterizarse esa situación como el estar para escuchar/ser escuchado. En una cultura como la hebrea aparece este imperativo en el semá del libro del Deuteronomio (cap. 6, versículo 4). La palabra oral no tiene presencia visual; el sonido puede ser evocado, pero no se puede detener. Por eso, en estas culturas tiene importancia el decir -más que lo dicho, en el sentido levinasiano (Levinas, 1971; 1993).
El saber está constituido por lo que se puede recordar. La cultura oral necesita para su transmisión de un interlocutor, que se piensen y digan cosas memorables y que se recurra al ritmo, la respiración y los gestos, como ayudas de la memoria. La construcción que registra y norma la comunicación es el refrán o proverbio, que expresa el ethos de la comunidad. La palabra oral está ligada a la experiencia, a los matices culturales agonísticos, a lo contextual.
Numerosas investigaciones (especialmente antropológicas) han permitido registrar el papel que jugó la escritura en la organización socio-política moderna. Está claro que la escritura no ha sido esencial (no ha sido la única causa) para el desarrollo de las asambleas en las que se desenvuelve la lucha política. Sin embargo, la escritura ha jugado un papel fundamental como instrumento del poder popular y de las masas (Goody, 1990: 152).
La alfabetización, asociada a la lógica escritural y a la escolarización, provoca procesos de los que nunca se vuelve. Más allá de lo que dan cuenta las investigaciones en cuanto a la influencia de la escritura en el proceso político moderno, en la economía de mercado, en la administración del Estado y en la organización jurídica (Goody, 1977; 1990), la alfabetización masiva, conjuntamente con la escolarización, ha producido un cambio drástico en las culturas. Antes que otra cosa, la escritura (como tecnología de la palabra) ha provocado una reestructuración de la conciencia (Ong, 1993: capítulo IV). De este modo, la alfabetización ocasiona un cambio drástico e irreversible en el ethos: aunque abre nuevas sendas al conocimiento y la cultura, cierra otras definitivamente.
La lógica escritural reemplazó a la cultura oral primaria como modo de comunicación, producción de conocimientos y configuración de prácticas sociales. Podemos sostener que existe una relación entre tres elementos, a saber: (i) modos de comunicación; (ii) estructuración de la percepción, y (iii) evolución del imaginario y las acciones colectivas. Los cambios en el primer elemento condicionan/generan cambios en el segundo. La coevolución del primer y segundo elemento provoca a su vez la evolución en el tercero. Como por ejemplo, el paso del arte de la memoria (cuyo eje es la acumulación de experiencias de vidas) al saber racional (que se centra en el análi­sis «distanciado» de lo concreto) que produce un efecto desestructu­rador y reestructurador sobre la conciencia. Es el cambio de una cul­tura ligada al contexto, a otra centrada en el texto.
También es el profundo cambio de una cultura combinada al oído a una centrada en la vista. En la primera, la voz proviene del interior; en la segunda, la vista se adapta a la luz exterior. El oído une, envuelve al oyente; la vista aísla y distingue. El oído es un sentido multidireccional y unificador, mientras que el sentido de la vista es unidireccional y divisorio. El ideal del primero es la armonía y el ideal del segundo, la claridad y la distinción.
El objetivo del método cartesiano es el logro de un conocimiento claro y distinto (frente a lo oscuro y confuso). Desde este momento, la claridad y la distinción están entrañablemente unidas a la racionalidad instrumental. Las mismas reglas cartesianas acerca de la moralidad se centran en el orden, el examen, la distinción, etc., que contribuyen al despliegue de la racionalización.
La escritura se convierte en un instrumento de disciplinamiento, pero no sólo en el sentido de adecuación a un modelo de escritura, tal como proponen algunos autores (Querrien, 1994). La normalización y moralización operadas con la escritura, no deben restringirse al campo de las desviaciones formales del hecho de escribir, e incluso al contenido de lo que está escrito. Como muestra Ong, la escritura impone una mediación y un tipo de orden lógico en la comprensión del mundo (que en el fondo es ideológico). Por eso es posible hablar de una lógica escritural.
La escritura origina un lenguaje «libre de contextos», descontextualizado y descomprometido, que no puede ponerse en duda o cuestionarse directamente, porque el discurso escrito está separado (en el libro) de su autor. El que escribe, lo hace en un acto solipsista. El texto presenta un producto y esconde un proceso. Por eso, como señala Jack Goody, la escritura se consideró en un principio como instrumento de un poder secreto y mágico; poder que aprovecharon los «letrados» (y los maestros) para diferenciar su cultura de las culturas populares (Goody, 1977).
De allí que la alfabetización haya producido una insalvable distancia entre la sensibilidad oral y la organización escritural. Como la idea platónica -como forma visible, que no tiene voz, inmóvil, sin calidez ni interlocutor, aislada, separada del mundo vital-, desplazó al mundo oral, variable, cálido y comunicativo (Havelock, 1963). Es la escritura la que posibilita una introspección cada vez más articulada, mediante la separación del cognoscente y lo conocido, o la contraposición entre el sujeto y el objeto.
Por otro lado, las redes sociales que se configuran a partir de la Escuela y de la lógica escritural, han favorecido la efectividad de formas de control social en una mayor amplitud y la composición de una mayor cantidad de individuos en una red social que los identifica. En la red social escolar, el papel de los actores, el carácter de los vínculos, la centralidad y el tipo de relación existente (como elementos que componen las redes sociales) están muy bien definidos, y contribuyen en general al disciplinamiento.
El desplazamiento de las culturas orales primarias a la «lógica escritural» produjo la convicción de que la educación tiene que circular alrededor de la lec­tura y la escritura, justamente como posibilidades de obtener un co­nocimiento claro y distinto de la realidad. La escritura se convierte así en un patrimonio de la educación y se articula con un modo de transmisión de mensajes y con una forma de ejercicio del poder cul­turalmente centrada en el libro, como localización del saber y de «lo culto». Porque la escritura podía capturar la regularidad y normati­zarla, como una forma de sobrepasar el decir a través de lo dicho, como forma de captura y regulación.
Más allá de haberse unido la escritura y la alfabetización al proceso del disciplinamiento, la alfabetización -unida al complejo imprenta/Escuela- puede sin embargo tener dos consecuencias: (a) la igualación social, en la medida en que la alfabetización se democratiza y universaliza, y el desarrollo de la participación popular y el poder de las masas; o (b) el acrecentamiento de la brecha entre sectores sociales, debido a que los sectores bajos no cuentan con las bases materiales necesarias para hacer correctamente el proceso acumulativo o de estructuración requerido por la lecto-escritura (cfr. Huergo, 1994).

4. Del «estado de naturaleza» a la sociedad

El paso del estado de naturaleza (sea visto según las descripciones de Hobbes, Locke o Rousseau) a la sociedad, es garantizado por la escolarización. La denominada «educación popular» tiene por objeto la incorporación de los individuos a la organización social y política moderna. Su finalidad, en principio, es la formación de un ciudadano capaz de vivir en el nuevo sistema.
Condorcet, quizá, pueda ser considerado el propulsor de la «educación democrática»; por eso percibió la necesidad de formar al ciudadano democrático. Horace Mann, en EE.UU. apostó a que la educación, como ilustración de los ciudadanos, era la base para la participación en la vida republicana. Por eso la Escuela pública debía ofrecer las mejores condiciones.
En Argentina, volvemos a Sarmiento. En un trabajo de 1853 (Sarmiento, 1856) analiza Sarmiento diversos factores demográficos, económicos, ocupacionales) a tener en cuenta, relacionados con la educación, para constituir la «sociedad civilizada». En síntesis, la tesis del Maestro es la siguiente. Existe una variable interviniente: la educación, en el marco del paso de la economía fundamentalmente ganadera, a la agropecuaria. A través de ella deben formarse productores capaces de ser agentes de cambio. Este proceso debería ser acompañado por políticas inmigratorias y civilizadoras, que favorezcan la formación de una «clase media» de agricultores. Indudablemente, está la marca de la experiencia del autor en EE.UU. y su conocimiento de Horace Mann.
El paso del «estado de naturaleza» a la sociedad se logra con la escolarización que tiende a formar pequeños propietarios de la tierra y sujetos de derechos políticos. La finalidad económico-política de la educación, sin embargo, debe estar garantizada por el paso de una estructura oligárquico-ganadera a otra democrático-agropecuaria. Esta apuesta de Sarmiento fracasó. En principio porque Sarmiento está pensando en la cultura de los colonos norteamericanos; casi como en la interpretación de la relación entre la ética protestante y la formación del capitalismo, de Weber. Pero además, porque la oligarquía ganadera (sostenedora de la cultura «natural» del gaucho) como grupo dominante, no permitió el cambio en el «modelo de desarrollo» ni en el modelo político hegemónico. La educación, entonces, no tuvo significación como formadora de sujetos, sino como escolarización tendiente al disciplinamiento. Esto porque copió no sólo un modelo de moralización, sino porque reprodujo (como se ve en Sarmiento, 1949) en las Escuelas la disciplina del trabajo mecánico propio de la revolución industrial. Sólo provocó que el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad significara como normalización o asimilación de normas para la racionalización de la vida cotidiana.
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, como se ve, aparece la relación entre ethos y economía política. Y resuena el debate al respecto iniciado con distintas conceptualizaciones, como las de Marx y Weber, entre otros. Sin embargo, si bien el ethos (sea religioso, cultural, etc.) gravita en la formación cualitativa y en la extensión cuantitativa de un modelo; el modelo, a su vez, gravita en la configuración de ese ethos. Cuando se da uno sin el otro, es probable que ocurra lo que ocurrió con el modelo de Sarmiento, que el efecto sea sólo moralizador y, por tanto, disciplinador.
Por otro lado, el descreimiento de Sarmiento, y del Alberdi de las Bases, hacia el gaucho (en virtud de su «estado de naturaleza»), hace que la sociedad sólo pueda advenir por copia, por imitación, por sustitución. Alberdi lo expresa claramente: ¿podrá la educación lograr en el argentino la "fiebre de actividad y de empresa que lo haga ser el yankee hispanoamericano? (...) Haced pasar al roto, al cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción; en cien años no haréis de él un obrero inglés que trabaja, consume, vive digna y confortablemente (...) No tendréis orden, ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos arraigados de ese orden y buena educación" (Alberdi, 1992: caps. 13 y 15).
En el paso del «estado de naturaleza» a la sociedad, hay una situación que debe ser superada: la necesidad. El proceso se configura como paso del reino de la necesidad al reino de la autonomía, de la libertad. Inclusive, hay dos manera de percibir la libertad, como se observa en el epígrafe del capítulo 3 de Facundo. Sarmiento cita al inglés Francis B. Head, en francés: "Le Gaucho vit de privations, mais son luxe est la liberté. Fier d'une indépendance sans bornes, ses sentiments, sauvages comme sa vie, sont pourtant nobles et bons". La libertad de la civilización tiene relación con la sujeción, el gobierno que implica un orden regular, los límites de la propiedad, el capitalismo. La «otra libertad», la libertad sin límites en que «forma» la naturaleza, que crea una desasociación normal, plantea la necesidad de una sociedad que remedie la barbarie (Sarmiento, 1964: cap. 3).
El problema mítico de la superación de la necesidad, ha sido uno de los móviles de la conformación de las sociedades modernas. Argentina ha seguido, en los tiempos de la constitución del sistema educativo y de la escolarización, el camino de la repetición, de la imitación. Estaban de moda los congresos pedagógicos en Europa, se realizó el Primer Congreso Pedagógico en Argentina. La Ley 1420 de educación está «inspirada» en la Ley Ferry de Francia. La Escuela se construyó con el eje del «normalismo», donde los maestros europeos y norteamericanos transvasaban su propia cultura «normal» educativa a los futuros maestros argentinos. Pero estas imitaciones no garantizan la superación de la necesidad.
El par conceptual «estado de naturaleza»/sociedad, ha tenido funcionalidad política: en Hobbes con la monarquía absoluta; en Locke con la monarquía parlamentaria. La necesidad es el factor por el cual este paso es imprescindible. Sin embargo, la necesidad puede ser falsa, en el sentido en que es impuesta por intereses socioeconómicos a los individuos, para su represión (Marcuse, 1985). El par conceptual, que debe vincularse a la «teoría de la soberanía» y que sirve de basamento para el ordenamiento sociopolítico, responde a los intereses de los sectores dominantes.
Al analizar Foucault la sociedad occidental moderna, abordada a la luz de la teoría del derecho, observa que éste se encargará de legitimar el poder teniendo a la soberanía como discurso justificativo. "El discurso y la técnica del derecho han tenido esencialmente la función de disolver dentro del poder el hecho histórico de la dominación y de hacer aparecer en su lugar los derechos legítimos de la soberanía y la obligación legal de obediencia" (Foucault, 1993a: 25). En otras palabras, el poder necesita de un sujeto sometido; y dicho sometimiento necesita una justificación racional para ser aceptado por aquél. De este modo, la «teoría de la soberanía» encubre/disuelve la dominación. Con lo que la necesidad puede transformarse en un poderoso argumento e instrumento de sometimiento.
El «estado de naturaleza», en la constitución de lo político, ha sido asociado a la vida íntima, a las pasiones y a la familia. El individuo se produce con el paso a la sociedad y su organización racional. La Escuela es el lugar donde se produce la ruptura con el medio originario y la apertura al progreso de la sociedad, por obra del conocimiento y la participación en la sociedad racional (Touraine, 1994: 20 y 206). La constitución de lo político, así, está en directa oposición con la asociación natural, cuyo centro es la vida familiar (Arendt, 1993: 39). La escolarización debía instituir en el hombre esta especie de segunda vida: la vida política.

Trayectos nómadas: La analogía de la ciudad

La ciudad de La Plata es la ciudad en la que nací y en la que vivo, aunque siempre la he habitado desde la periferia, desde una posición suburbana. La ciudad, que frecuentemente nos habita, tiene recorridos que todavía no son viajes largos. Pero en esta ciudad hay, acaso, un destino pretrazado, que la diseña y que, a la vez, condiciona los recorridos. La ciudad de La Plata es una de las pocas ciudades planificadas de América Latina: una ciudad imaginada y dibujada antes de que existiera en 1882; una ciudad planeada por el imaginario positivista de orden, control y progreso.
Revisando los planos posibles de La Plata (los planos que revisó Pedro Benoit para que Dardo Rocha fundara una ciudad en las Lomas de la Ensenada) inmediatamente uno se encuentra con alternativas que confluyen en una misma idea: una ciudad diseñada, pensada, imaginada como complejo de dispositivos de control y vigilancia, que en el plano están expresados por las diagonales. Las diagonales que se diseñaron confluyen en los dos centros: el centro geográfico de la ciudad y el centro político. En ambos casos, se ven coronadas por dos plazas amplias: antes que ágoras potenciales, pensadas como espacios de paseo y recreación. Por las diagonales, eventualmente, las fuerzas del orden podrían recorrer más rápidamente el trayecto que va de la periferia al centro (que es el mismo que va del centro a la periferia).
Con el tiempo, el momento fuerte del disciplinamiento y la previsión del desorden (que implicó esos dispositivos de vigilancia a la manera de un panóptico urbano) se fue diluyendo y dejando paso a un disciplinamiento cuyo eje es el mercado. De ese modo, el centro de la ciudad se descentró no sólo geográficamente sino también en su significado: el centro es solamente el centro comercial, y por los otros centros (al fin lugares de paseo y recreación) sólo en algunas ocasiones hay episodios que son señales de oposiciones y resistencias a situaciones o estructuras políticas, económicas o culturales.
Sin dudas existe una analogía entre la ciudad, sus formas y recorridos, y los saberes nómades (o que se nomadizan en la posmodernidad). Saberes que son producidos como dominios por las diversas prácticas itinerantes, en este caso, de Comunicación/Educación. La idea de Francis Picabia que hace suya Mabel Piccini: "atravesar las ideas como se atraviesan las ciudades", tiene una inmensa riqueza. El campo de Comunicación/Educación tiene que atravesarse como se atraviesan las ciudades. La ciudad puede atravesarse por costumbre, según circuitos pretrazados o por calles que son siempre las mismas y que llegan siempre a los mismos destinos. Los transeúntes, en ese caso, están habitados por una especie de estancamiento en el cual las travesías acostumbradas o regulares obturan muchas otras posibles. Este es el caso del persistente imperialismo de la escolarización en comunicación/educación.
Pero, también, las ciudades pueden ser atravesadas no sólo por las diagonales diseñadas, sino por otras infinitas diagonales o recorridos oblicuos que conforman rupturas del estancamiento; y no tanto como rupturas prefiguradas, que de nuevo funcionan como diseños, sino como verdaderos itinerarios que acompañan y configuran imaginarios urbanos múltiples. He aquí una figura del nomadismo como posibilidad de inscribir, cada vez, nuevas trayectorias. Que los itinerarios y los transeúntes sean nómadas, no significa que la materialidad turbulenta sea nómada de manera absoluta. Sostener el nomadismo en las prácticas, los procesos y los sujetos significaría atomizarlos, percibirlos autónomamente de algunos puntos de referencia diagonales que han configurado, incluso, su nomadismo. Si no fuera así, ¿de qué modo comprender cómo sigue trabajando la hegemonía en este desbarajuste? o ¿cómo se articulan oposiciones y conformismos en estas convulsiones culturales?.
Finalmente, las ciudades pueden atravesarse atendiendo a las trazas, a las señales o a las marcas, como verdaderas estigmatizaciones, que han dejado en ellas el plano (como figura de un proyecto más amplio) y la memoria (como historia vivida en la traza); plano que articula a las tácticas del hábitat con las grandes estrategias geopolíticas; memoria que articula las biografías singulares con los tiempos largos de la historia. En ese caso, la constelación de itinerarios y configuraciones posibles hablan siempre de una relación con otros mundos en este mundo: macrotrayectos que condicionan y son condicionadas por las trayectorias, y que pueden ser nombrados como «trayectos de comprensibilidad». Por eso, antes de revisar los microprocesos de revoltura en la «comunicación en la educación», vamos a presentar algunos puntos de referencia que generan «trayectos de comprensibilidad» en el plano de las estrategias geopolíticas y la historia, donde se inscriben las nomádicas tácticas del hábitat y las biografías.

Pistas trasnversales: Trayectos de comprensibilidad de las revolturas culturales

¿Cuáles son los «trayectos de comprensibilidad» que operan como pistas transversales en la comprensión de un campo hoy, como el campo de Comunicación/Educación, traspasado por las revolturas culturales?. Atravesar Comunicación/Educación como se atraviesan las ciudades, significa considerar los macro-puntos de referencia que se articulan con los itinerarios y los transeúntes, como si fueran «trayectos de comprensibilidad».

1. En primer lugar, la revolución científico-tecnológica, como primer «trayecto de comprensibilidad». La noción de revolución científico-tecnológica alude, en primer lugar, a los descu­brimientos y nuevos aprovechamientos en el área energética, al desarrollo de la bio­genética, la producción de nuevos materia­les (plásticos en lugar de aceros, por ejem­plo) y, muy particularmente, a la aplicación de la tecnología electrónica a la informa­ción y a las comunicaciones, a los procesos de automatización generados por la robóti­ca, a los sistemas de expertos y a la inteli­gencia artificial, que provocan sistemas de diseño, producción y administración más flexibles. Para la filósofa argentina Cristina Reigadas, los cambios operados en estos terrenos contribuyen a profundizar los re­ordenamientos políticos y económicos mundiales, produciendo una verdadera transmutación del horizonte cultural (Reigadas, 1987). Esta revolución posibilita la transnacionalización de la economía y de la información, que originan procesos crecientes de centralización (globalización) económica y descentralización política. Mutaciones en el diseño provocan un desplazamiento del denominado fordismo al toyotismo, como forma de organización por computación central y reticular mundializada, acompañado de nuevos sistemas flexibles de producción. Una de las consecuencias más rápidas y profundas de esta revolución es el cambio y el impacto que produce en el concepto y en las condiciones del trabajo humano. Un inmenso problema es la expulsión de enormes proporciones de trabajadores en todas las actividades, lo que significa la generación de una población excedente absoluta: no ya explotados o precarizados, sino sumidos en la marginalidad y la miseria.
Esta revolución ha estado acompañada por importantes cambios en las relaciones y en la estructura del poder mundial. El tránsito de los núcleos metropolitanos y el desenvolvimiento de procesos imperiales y neocoloniales (existentes hasta la Segunda Guerra Mundial), hacia una estructura de poder bipolar (EE.UU. y U.R.S.S.) con áreas de influencia desarrolladas o subdesarrolladas, después de la Segunda Gran Guerra, ha sido complejo y altamente conflictivo. Nuestra época se caracteriza por un acelerado descentramiento del poder y por la estructuración de un policentrismo mundial, que tiende a reproducir antiguas concepciones geoestratégicas (cfr. Argumedo, 1996). Además de la Europa integrada y del bloque del este asiático, uno de los polos de poder mundial es América, que significa (en principio) América Latina bajo la hegemonía norteamericana (evocando la Doctrina Monroe). La «nueva doctrina Monroe» está en el intento de hacer de América Latina una zona cautiva para los intereses de un declinante EE.UU., garantizando el control del mercado del 20% de los latinoamericanos: los ricos. Las presiones se orientan a la adscripción a las políticas del FMI y el Banco Mundial, al pago de la deuda externa y a las orientaciones de las políticas económicas nacionales para ingresar al «Primer Mundo».

2. El segundo «trayecto de comprensibilidad» es la globalización, que tiene más valor como artefacto lingüístico que como concepto. En cuanto noción proveniente de la economía, la postulación de la globalización, en la administración de los asuntos económicos y de las informaciones, designa el control de la producción, del intercambio financiero y de las transformaciones en las comunicaciones y la información por parte de megacorporaciones mundiales, y la relativa desregulación de los mercados. La globalización, en rigor, funciona de esta manera -en cuanto a la apertura y desregulación de mercados y el derrumbamiento de las fronteras comerciales- sólo en América Latina y algunas pocas otras regiones; esta apertura no funciona en muchos de los países denominados «desarrollados». En Estados Unidos, por ejemplo, hay cupos y «fronteras» comerciales, lo que contribuye a sostener que la regulación existe y que las estrategias de desregulación/globalización son una demanda-trampa para los países latinoamericanos, por ejemplo, como formas que favorecen la redefinición de nuevos mercados. Para Noam Chomsky la globalización de la economía, en realidad, sólo aporta nuevos mecanismos para colonizar y saquear grandes sectores (incluso del propio país), al poder trasladar la inversión y la producción a zonas de mayor represión y bajos salarios (Chomsky, 1996). Con lo que la globalización contribuye a una nueva tercermundialización en dos niveles: sometimiento, colonización y saqueo de la mayoría de los países, y dentro de cada país, de la mayoría de las poblaciones.

3. El tercer «trayecto de comprensibilidad» lo constituyen las políticas neoliberales. En el marco de la reestructuración del poder mundial (del orden bipolar al policentrismo del poder), favorecida por el desarrollo de las empresas transnacionales, en­tre otras cosas, el concepto-trampa de la globalización parece requerir de una con­dición. Esa condición es la desarticulación de los Estados y de los pilares de su sobe­ranía (Argumedo, 1996). El despliegue de los modelos políticos neoliberales producen un triple equívoco. El primero se debe a la cooptación (que significa cuando se toma un término y se le da otro sentido) del concepto de democracia por parte del poder financiero, lo que contribuye a des­articular al Estado soberano. Si la demo­cracia ofrecía posibilidades para que el pueblo juegue un significativo papel en la administración de los asuntos públicos, la «democracia» neoliberal se produce cuando imperan los procesos empresariales sin las interferencias del pueblo, que es considerado una amenaza. Otro equívoco es el planteamiento de la necesidad de construir un «Estado neoliberal», cuando el neomonetarismo trabaja sobre la base de un Estado saqueado y desarticulado. El neoliberalismo está constituido por un conjunto de políticas que organizan y garantizan (por vía del sometimiento, colonización y saqueo) la recaudación de recursos económicos y financieros para grandes grupos transnacionales. El tercer equívoco consiste en la postulada inclusión en el Primer Mundo. Esta inclusión significaría adoptar los beneficios de la revolución científico-tecnológica. Entretanto, los altos índices de desocupación y subocupación denuncian no sólo que esa revolución produce una descalificación acelerada de la población económicamente activa, sino que el neoliberalismo condena a nuestros pueblos a una rápida entrada en un círculo de precarización laboral y marginalidad.
Este tipo de equívocos y cooptaciones son propios de la época de restauración conservadora como estrategia frente a los desafíos planteados por la revolución científico-tecnológica. La conformación de un nuevo orden mundial había sido ya un pedido de justicia, equidad y democracia en la sociedad mundial, formulado por las sociedades del sur. Dicha petición, desoída, fue cooptada y audible en la voz de George Bush, que al usar la frase «nuevo orden mundial» le otorgará el sentido de una «nueva era imperial»: un sistema globalizado orquestado por ejecutivos del G-7, el FMI, el Banco Mundial y el GATT. El «orden neoconservador», sin embargo, se articula con formas previstas (casi planificadas) de oposición social, que contribuyen a hacer compatible la sensación de libertad en el reclamo de justicia con la seguridad nacional de la época anterior; esas formas se presentan bajo la denominación de «conflictos de baja intensidad» (cfr. Ezcurra, 1990) que -prolongándose durante toda la década- no alcanzan a conformar ni resistencias ni subversión del nuevo orden.

4. El cuarto «trayecto de comprensibilidad» es la sociedad de la comunicación. Es el filósofo Gianni Vattimo quien sostiene que la sociedad en la que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada: la sociedad de los medios masivos (Vattimo, 1990). Afirma Vattimo que en el nacimiento de una sociedad posmoderna los mass media tienen un papel determinante, no porque la hagan más transparente, sino porque la hacen más compleja y hasta caótica; caos en el que residen ciertas esperanzas de emancipación, ya que los medios han contribuido a disolver los puntos de vista centrales y los grandes relatos. Lejos de producir una sociedad totalitaria, los medios son los componentes de una explosión y multiplicación de diferentes visiones del mundo, que hace imposible la idea de una realidad. Las posibilidades de emancipación residen en la posibilidad de liberación de las diferencias que provocan los medios. Pero además, la sociedad de la comunicación hace que surja una nueva cultura, la cultura mediática, que indica la transformación que los medios y nuevas tecnologías han producido en la cultura, en los modos de conocer, en las representa­ciones, en los saberes, en las prácticas sociales. En este sentido, los medios y las tecnologías han tenido la capacidad de modelar el conjunto de la vida social (según lo afirma el semiólogo argentino Eliseo Verón). Entre otras cosas, la sociedad de la comunicación y la cultura mediática han contribuido a poner en crisis la lógica centrada en la escritura y la lectura y han dejado paso a la denominada «hegemonía audiovisual», en la que predomina la sensibilidad y la emotividad por sobre la abstracción.
Para Gilles Lipovetsky, en cambio, lo que caracteriza a esta sociedad posmoderna es el proceso de personalización, que significa un quiebre del orden disciplinario y un despliegue de lo singular y lo íntimo, unido a una revolución del consumo, que permite (para el autor) el desarrollo de los derechos y los deseos individuales (Lipovetsky, 1990). Con el crecimiento, como valor fundamental, de la realización personal y el respeto a la singularidad, el proceso de personalización ensancha las fronteras de la sociedad de consumo. En este contexto, el nuevo individualismo implica la diversificación al infinito de las posibilidades de elección, la descrispación de las viejas posturas político-ideológicas y la reducción de la carga emotiva invertida en lo público. Así adviene una sociedad donde la primacía la tiene la comunicación y la expresión, como una especie de psicologización de lo público. Las transiciones fundamentales son tres. La primera es de la disciplina a la autodisciplina, conjugada con la seducción, el mundo del placer y el consumo y acompañada con las nuevas tendencias de la democracia: la descentralización (como descompromiso del Estado y reconocimiento de particularidades) y la autogestión (como sistema cibernético de distribución y circulación de información). La segunda es la transición de lo público a lo privado, unido al éxtasis de la libertad personal y a una nueva socialización flexible que significa apatía frente a lo público. La tercera es la transición del capitalismo autoritario al hedonismo permisivo, que se articula con la despolitización, la desindicalización y las iniciativas individuales e informadas de consumo.
Como podrá apreciarse, todos los «trayectos de comprensibilidad» han contribuido a la reformulación de los modelos sociales, de las relaciones entre sectores, de la socialización, la socialidad y la sensibilidad, y de las definiciones nacionales en el contexto internacional. A su vez, impactan provocando nuevas reflexiones acerca de las dimensiones que mutuamente se definen contribuyendo a la comprensión del «nosotros» (y de nuestra matriz y situación latinoamericana): la estructuración socioeconómica, la conformación de identidades culturales y la definición de las relaciones con otras sociedades. Con lo que es imposible soslayar estos macro-puntos de referencia a la hora de investigar y de pensar la comunicación en la educación como desborde del proyecto de escolarización.

La comunicación en el entramado de la revoltura cultural: microprocesos de crisis de la escolarización

En la comunicación en la educación percibimos cómo la revoltura sociocultural ha puesto al descubierto el desborde de la escolarización y ha evidenciado su agonía; y lo percibimos en los microprocesos cotidianos, para los que los conceptos consagrados ya no nos sirven del todo. Atravesamos esta situación como itinerantes nómadas; y es una clave que la recorramos así, porque lo que se revuelve junto con los procesos y prácticas socioculturales son los saberes, a los que no tenemos que cerrar y sacralizar prematuramente.

1. Desarreglo del disciplinamiento social

En la actualidad el disciplinamiento ha sufrido un corrimiento hacia novedosas formas relacionadas con un nuevo régimen de la visibilidad, por un lado, y con la atomización de los cuerpos, por otro (Piccini, 1999). La desmaterialización de los contactos, a partir de las novedosas técnicas de la velocidad, hace que lo real se haya convertido en un lugar de tránsito, un territorio en el que el desplazamiento es un imperativo. Vivimos bajo el imperio de la inestabilidad social articulada con la fluctuación y la fugacidad, donde el mundo vivido es, en buena medida, el mundo visible gracias a los artificios de la técnica, que hacen del mundo un objeto de visión. El mundo vivido se convierte gradualmente en imagen que acontece afuera y, a la vez, se integra como una secuencia más dentro de las escenas de lo privado. Incluso el otro, como exterioridad irreductible, se desmaterializa, se deslocaliza y se ve sometido a la estética de la desaparición, diluyéndose su carácter concreto e histórico[1].
La experiencia cultural actual (más allá del diseño panóptico y de los imperativos pedagógicos de olvido del cuerpo) marca una no­vedosa forma de control del cuerpo que ha tomado la figura del peep-show (Urresti, 1994). La figura del peep-show sigue el sistema general de la discoteca; la discoteca como nueva cárcel: la cárcel de la liberación, donde se encierran sujetos que están obligados a divertirse. Muy diferente a la fiesta, donde se intentan satisfacer los deseos, la discoteca es más bien el lugar de creación de deseos, pero como nueva forma del con­trol. Ya no es uno el que mira sin ser visto (como en el panóptico) sino uno que está en el centro «obscenamente» (en el centro de la es­cena) buscando ser mirado, para que otros gocen de esa posibilidad de mirarlo. Llamativamente, el que está en el centro supone que lo miran, pero no puede ver (por la luz que lo encandila, o por vidrieras oscuras) efectivamente a los otros. El peep-show inaugura una forma de control del cuerpo centrada en la atomización, en las iniciativas de autocontrol, en la búsqueda de autosatisfacción, donde el otro encar­na una forma de vouyerismo.
Esta experiencia se revela en la llamativa competencia entre los niños y entre los jóvenes para ser sancionados en los espacios escolares. Pero siempre con una sanción que se reconoce revelándose como un juego, en el cual la norma carece de sentido regulador de las prácticas (o, al menos, se redefine su sentido). La figura del peep-show en la escuela parece también anudarse, por un lado, con la cultura de la impunidad y la corrupción (como imponente burla nacional de los adultos a la sanción) y, por otro, con prácticas que, excediendo o burlando la legalidad, se legitiman y se hacen públicas como formas de prestigio y trascendimiento socioeconómico. De este modo se trastoca el sentido del derecho: los derechos vienen a representar ventajas relativas y privilegios sectoriales.
Los corrimientos aparecen en las escenas escolares desarreglando las relaciones disciplinarias y sus imperativos. Pese a estas revolturas, el ímpetu disciplinario y normalizador permea en múltiples proyectos educativos. En concreto, la educación pretende disciplinar la entrada del mundo en la conciencia, un su­puesto de la concepción «bancaria» denunciado por Paulo Freire, lo que implica dos cosas: que el edu­cando es pasivo y que la institución escolar es la portadora y guar­diana de «lo culto». Este disciplina­miento opera no sólo en el orden del conocimiento, sino en el de la cultura y de las prácticas. Como tal, conserva en el nicho escolar a «lo culto», escamoteando la realidad: ya no existe «lo culto», sino la cul­tura como complejidad y como pugna.

2. Impotencia de la racionalización

El escenario escolar se ha transformado en «campo de juego» donde se evidencia (de manera persistente) el conflicto entre el horizonte cultural moderno (racional) y los residuos culturales no-modernos (no racionales; cfr. Huergo, 1998). Los residuos culturales no-modernos, que no han alcanzado a ser ordenados y controlados por la racionalización moderna, revelan el modo en que se juega la hegemonía en el escenario escolar y en que es desafiada y contestada la cultura dominante. Estos residuos se redefinen a través de diferentes tácticas (de los débiles), aunque existen como dos formas paradigmáticas «posmodernas». Una, las «formas resistentes de afirmación» de determinadas matrices culturales, que hacen problemática el análisis de las resistencias exclusivamente en términos de negación (cfr. Huyssen, 1989: 312) y que evidencian la pugna por hacer reconocibles determinadas «señas» de identidad; de modo que no son simples «resentimientos», más propios del pulcro burgués (Kusch, 1975), sino formas afirmativas de resistencia. La otra, la emergencia de nuevas formas de exclusión sociocultural articuladas con una efectiva situación de condena a «ser inferior», resultante del cruce entre condiciones socioeconómicas de pobreza y empobrecimiento y matrices culturales o identitarias de los sujetos.
Pese a los esfuerzos (a veces paranoides) de la racionalización como obsesión por la claridad y la distinción frente a la oscuridad y confusión de los procesos y las prácticas culturales, con el desorden sociocultural emergen tres fenómenos a los que tenemos que prestar atención. El primero es que el ser alguien, caracterizado como una li­bertad rodeada de objetos, se articula con las nuevas modalidades de consumo que redefinen el horizonte del progresismo civilizatorio. Pero, además, que hacen que el ser alguien, un modo estable e hipos­tasiado de ser, sufra un corrimiento hacia el estar siendo fluctuante, evanescente y no localizable.
El segundo fenómeno es la creciente percepción de los jóvenes como violentos, delincuentes, desviados sociales o «incorregibles» (en el sentido de Foucault), lo que contribuye a tejer una criminalización de la juventud. En general, como señala Jesús Martín-Barbero, esto se debe a la imposibilidad de identificar a lo juvenil hoy desde las disciplinas (Martín-Barbero, 1998). Pero se suma esto también la criminalización de los niños que, como actores de una guerra contra los adultos, adquieren conductas que son interpretadas como un reflejo o como un efecto de lo que ven por televisión o de las acciones virtuales en las que se forman consu­miendo los videogames.
El tercer fenómeno es el de la violencia como desarregladora de los procesos escolares en cuanto acción destructora, invasora o depredadora contra las escuelas o sus materiales (al menos esto es notable y creciente en el Conurbano bonaerense argentino, en San Paulo, etc.). Como una revancha de lo bárbaro, algunos grupos socia­les emprenden un intento de destrucción de los precarios edificios escolares, de invasión de los mismos o de depredación de los magros materiales didácticos existentes en ellas. Pero, además, este fenóme­no ha contribuido a la percepción de la violencia más allá de la ruti­naria agresividad de la vida escolar; una violencia interpretada, en principio, como manifestación del distanciamiento y la pérdida del sentido de pertenencia de la escuela a la comunidad.

3. Desborde del «estatuto de la infancia»

La educación del niño entendida como preparación para, ignora y acalla las revolturas socioculturales contemporáneas: una cultura de lo efímero, una imagen del «joven» que deviene deseo para los adultos, una desarticulación entre «educación para el trabajo» y el mundo del empleo, una desigualdad globalizada en el mercado. Ignora y acalla, además, la emergencia de una cultura pre-figurativa en la que se produce un cambio en la naturaleza del proceso cultural: los pares reemplazan a los padres (Martín-Barbero, 1996). Sobre todo, la educación como preparación para ignora o acalla una revoltura en el «estatuto de la infancia». La revoltura, que alcanza a los sujetos de la educación, implica una cri­sis, corrimiento y redefinición de lo que fue el «estatuto de la infan­cia», no sólo originada por el consumo cultural de los niños (que no se corresponde con las los productos/ofertas del mercado para niños) o por la aparición (como expresan algunos europeos azorados) de los «teleniños», sino como consecuencia de la total depredación y precariedad sociocultural producida por los modelos neoliberales (cfr. Barberena y Fernández, 1997).
Jesús Martín-Barbero, siguiendo ideas de la antropóloga Margaret Mead, habla de la emergencia de culturas pre-figurativas. Sin embargo, necesitamos percibir y trabajar cómo se configuran esas culturas en una economía cultural más amplia: cómo esas emergencias culturales tienen un carácter diferenciado cuyo dramatismo está emparentado con las nuevas condiciones socioeconómicas del complejo globalización/neoliberalismo. Asistimos al dramático carácter socioeconómico de las culturas pre-figurativas, donde la pobreza y el empobrecimiento ha llevado al reemplazo del adulto por el niño y por el adolescente en el sostén económico de la familia. Con lo que cambia la naturaleza del proceso socioeconómico: el futuro, las edades y las etapas se alteran y provocan la configuración del desorden cultural.
En Argentina, al menos, cada vez más deben modificarse las condiciones de escolaridad o reformularse los contratos pedagógico-didácticos en algunas instituciones, debido a las características del niño-trabajador (precario), que -de paso- subvierten la idea de la educación del niño para el mundo del trabajo. Otra alteración está representada por las becas otorgadas por el gobierno de la Provincia de Buenos Aires a los niños y jóvenes escolarizados cuyas familias han sido caracterizadas como pobres por ciertos organismos de control y gestión de la acción social estatal. Frente a esas becas, se producen múltiples situaciones de uso y consumo de las mismas, configuradas por verdaderas tácticas de los débiles, de las cuales se valen cada vez más estos sectores para procurar quedar «colgados», más que insertos, en las nuevas condiciones del sistema socioeconómico. Esas becas se han convertido en el principal ingreso familiar, lo cual modifica los contratos de aprendizaje y de evaluación y promoción entre docentes y alum­nos (ya que una desaprobación, por ejemplo, significaría el no cobro de la «beca-salario» percibido por los niños para el sostén familiar); pero, fundamentalmente, desordena y subvierte la misión de la insti­tución escolar y las características de la escolarización.
Por otra parte, están perturbando crecientemente el orden de la infancia escolarizada los casos de niñas embarazadas, por ejemplo, a los 12 años; situación que no sólo pone en crisis la «normalidad» esperada en la institución escolar y en la escolarización, sino que de­safía la construcción curricular; pero, además, en la tramitación bu­rocrática trastoca la categoría de «adulto» encargado y responsable de la educación del «niño». Todo lo que contribuye a percibir que, de ser un derecho (que se correspondía con un deber de los padres en la legislación del siglo XIX), la educación pasó a ser a la vez un produc­to cultural objeto de consumos diferenciados acordes con la segmen­tación social y un escenario de resolución precaria y depredadora del ajuste social, donde el «menor» necesita actuar como un adulto.

4. Obsolescencia de la lógica escritural

El tradicional centramiento en el texto, en el libro como eje tecnopedagógico escolar y en el modo escalonado, secuencial, sucesivo y lineal de leer (que responde a una cierta linealidad del texto y a las secuencias del aprendizaje por edades o etapas), sumado al solipsismo de la lectura y la escritura, ha desen­cadenado una pavorosa desconfianza hacia la imagen, hacia su incon­trolable polisemia, hacia la oscuridad de los lazos sociales que desen­cadena y hacia la confusión de las sensibilidades que genera (Martín-Barbero, 1996). La crisis de la lectura y la escritura, atribuida defensivamente por la escolari­zación a la cultura de la imagen, debería comprenderse como trans­formación de los modos de leer y escribir el mundo (no ya sólo el texto), como des-localización de los saberes y como desplazamiento de «lo culto» por las culturas.
A esto se suma el conflicto entre la lógica escritural y la hege­monía audiovisual. En general las mayorías populares latinoamerica­nas han tenido acceso a la modernidad sin haber atravesado un pro­ceso de modernización económica y sin haber dejado del todo la cul­tura oral. Se incorporan a la modernidad no a través de la lógica es­critural, sino desde cierta oralidad secundaria como forma de grama­ticalización más vinculada a los medios y la sintaxis audiovisual que a los libros. Y esto emerge incontrolablemente en el escenario educa­tivo. Aunque la pedagogía persista en un afán imperialista de lo escri­tural, de tal modo que la escritura siempre permita la «inscripción» o fijación del significado de los acontecimientos (lo cual siempre fue condescendiente con tiempos largos y grandes relatos) los fenóme­nos, los acontecimientos, los procesos y las prácticas de nuestra situa­ción latinoamericana de fin de siglo son tan evanescentes, tan fugaces y tan veloces, que casi siempre es imposible fijar o inscribir su signifi­cado. Por lo que una pedagogía posmoderna debe (intuyo) inaugurar una trayectoria donde lo dicho sea subvertido por el decir, donde la utopía restrictiva pueda ser desbordada, desafiada y resistida por un arco de sueño social en el que todas las voces puedan reconocerse, superando la injusticia de las narrativas desde las que son habladas.

5. Las culturas toman su revancha: las resistencias

En tiempos de desorden cultural, de destiempos en la educa­ción irrumpe una verdadera revancha de las cul­turas que evoca la imagen del palimpsesto como memoria borrada que borrosamente emerge en las entrelíneas con que escribimos el presente (Martín-Barbero, 1996). El conflicto se evidencia en las resistencias y las formas de lucha por las identidades culturales. Los ámbitos educativos son escenarios de pugnas culturales que las exceden; son los lugares donde diversas formas de resistencias se po­nen de manifiesto (Huergo, 1998). Así, es imprescindible poner atención a la auto­nomía parcial (o «autonomía relativa») de las culturas que juegan en el escenario escolar, y al papel del conflicto y la contradicción exis­tente en el proceso de reproducción social. Por este camino es posible comprender los modos en que trabaja la dominación política aun cuando los estudiantes rechacen desde sus culturas la ideología que está ayudando a oprimirlos. En esos casos, puede observarse en pers­pectiva cómo la oposición que impugna activamente la hegemonía de la cultura dominante pone en conflicto a la reproducción, pero puede también asegurar un destino de relegamiento a situaciones de des­ventaja socioeconómica. Particularmente en el escenario escolar, además, se visualiza cómo el drama de la resistencia (emparentado con el «drama del reconocimiento») está directamente relacionado con el esfuerzo de incorporar la «cultura callejera» al salón de clases (McLaren, 1995). Las resistencias, en ese caso, son formas de pelea en contra de que la escuela borre las identidades callejeras; son luchas contra la vigilancia y el disciplinamiento de la pasión y el deseo.

6. Debilitamiento de la legitimidad del maestro

Estamos presenciando un período de acelerada desarticulación entre la escuela y el imaginario de ascenso socioeconómico. Esto ha transformado a la escuela en un producto cultural, objeto de consumos diferenciados de acuerdo con la segmentación socioeconómica. La situación material que a la salida del trayecto escolar era modificada en virtud de la movilidad social (al menos en el imaginario) es hoy naturalizada a la entrada al trayecto escolar: según la situación material al momento de la matriculación, el consumo del producto cultural escolar será desigual.
En este contexto se modifica radicalmente la figura del maestro, que de «apóstol» pasa a ser dispensador de productos culturales; pero no ya como «propietario» de un saber, sino simplemente como un nuevo tipo de empleado de comercio. Esto se ve agravado por las condiciones materiales y simbólicas en las cuales el maestro realiza su tarea; si bien el maestro nunca fue un trabajador bien remunerado, la legitimación social de su tarea docente hacía que fuera una figura de prestigio para toda la sociedad.
Por otra parte, la microprocesualidad docente aparece en el imaginario crecientemente desajustada con los intereses de diferentes grupos o clases que eventualmente delegarían el derecho de violencia simbólica, y allí radica una de las claves de la creciente deslegitimación de la docencia. Su poder fue arbitrario, como lo señala Pierre Bourdieu, para imponer una arbitrariedad cultural (Bourdieu y Passeron, 1981); pero la acción pedagógica implicaba como condición social para su ejercicio la autoridad pedagógica y la autonomía relativa del docente que la ejercía (Ib.: 52). En ese sentido, los maestros (como emisores pedagógicos) aparecían automáticamente dignos de transmitir lo que transmitieran y, por lo tanto, autorizados para imponer su recepción (Ib.: 61). Esta descripción está absolutamente revuelta y la legitimidad del maestro está debilitada. El problema parece ser más amplio: ¿en qué sentido la escuela sigue siendo un sistema legítimo que ejerce violencia simbólica a través de la autoridad pedagógica, disimulando las relaciones de fuerza en que se funda su propia fuerza (Ib.: 44)?. En otros términos, ¿de qué modo continúa la escuela siendo un «aparato ideológico del Estado»?.

7. Redefinición del espacio público y nuevos modelos de ciudadanía

Hoy la palabra (argumentación pública y discusión racional[2]) que constituía lo público, aparece en los medios. Existen diversos modos de distinción entre lo público y lo privado en la actualidad. El modelo económico liberal sostiene que la administración estatal significa lo público y la economía de mercado es el recinto de lo privado. El modelo de la «virtud republicana» asocia lo público con la comunidad histórica y con la ciudadanía. Para un gran número de autores, lo público es un espacio fluido y polimorfo ligado a los medios, que garantiza la opinión pública; es decir: lo público se constituye en espacios massmediáticos. Con la sociedad de masas y de medios, se redefine el es­pacio público como "el marco mediático gracias al cual el dispositivo institu­cional y tecnológico propio de las sociedades posindustriales es capaz de pre­sentar a un público los múltiples aspectos de la vida social" (Ferry, 1992: 19). En esta concepción, el espacio público no obedece a las fronteras nacionales de cada «sociedad civil», sino que es un medio de la humanidad «mundializada». Lo que trae aparejadas dos consecuencias: el espacio público está en gran medida atomizado y se multiplica y fragmenta, y se caracteriza por el espectáculo: la espectacularización del espacio público acontece en la medida de su massmediatización.
Hacia fines del siglo XX, y ligado con el problema de lo público y lo privado, se presenta otro problema crucial. Es el problema acerca de qué ciudadano (queremos/podemos) formar (o estamos formando) en los procesos educativos. En el siglo XIX, Domingo Faustino Sarmiento y otros pioneros de la educación pública tuvieron una percepción fundacional en torno a la formación de ciudadanos acordes a la etapa de organización nacional. La organización nacional requería cierta homogeneización de la cultura, una moralización de los trabajadores, orden y disciplina en la vida social cotidiana... Sarmiento anuda esas finalidades con la formación de un argentino capaz de ejercer la ciudadanía en un sentido moderno. Afirma Sarmiento en su obra Educación popular, en 1849, que la educación ha de "preparar a las naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de la sociedad, sino simple­mente a la condición de hombre".
Pero, ¿qué ocurre en los albores del siglo XXI?. Para Néstor García Canclini, el espacio público se constituye no ya por relaciones vinculadas al trabajo (como en Hegel y Marx) sino en los ámbitos de consumo. En el consumo se ejerce y constituye la ciudadanía (García Canclini, 1995). Los ciudadanos, en muchos casos, son considerados como «clientes». La lucha por la ciudadanía como lucha por el consumo es ciertamente un aspecto determinante en la significación de los modelos neoliberales cuya narrativa obedece a la «moral» del mercado. Para formar al ciudadano-consumidor, en la educación debe trabajarse la mayor «libertad» posible del consumidor frente al aumento constante de oferta de bienes. En otros casos, para formar al ciudadano-cliente se propone la formación de agentes microeconómicos que puedan desenvolverse con la mayor racionalidad posible en el mercado; a la vez amplían la categoría de clientes a un usuario de servicios que tiene que ejercer nuevos derechos.
En el marco de la «sociedad mediatizada», para John Keane existen tres tipos de «esferas públicas» (Keane, 1995): 1) las micropúblicas, donde centenares o miles de disputantes interactúan a nivel sub-Estado nacional (desde la charla de café, las Comunidades Eclesiales de Base, las aulas escolares, etc.); 2) las mesopúblicas, donde disputan millones de personas en el marco del Estado-nación (los periódicos, la televisión, etc.); y 3) las macropúblicas, donde disputan cientos de millones (desde coproducciones multinacionales, pasando por Reuter, por ejemplo, hasta Internet donde los disputantes están copresentes en forma virtual, como netizens en lugar de citizens). Las tres esferas interactúan y vuelven poroso al espacio público, y marcan el paso de la lexis como crítica y argumentación, al mundo de la opinión y el espectáculo. ¿Cómo formar ciudadanos (o netizens?) en este panorama del nuevo espacio público con tres esferas?.

Repensando la comunicación en la educación

Las verdaderas revolturas culturales actuales, permiten (como mínimo) pensar en un nuevo régimen de la educabilidad. El concepto de educabilidad había sido desarrollado por el pensamiento realista (especialmente neotomista) y por el pensamiento espiritualista, como la capacidad de ser educado, que respondía a una de las preguntas fundamentales de la pedagogía: ¿es posible educar?, y que se com­plementaba con la capacidad de educar o educatividad.
Seguramente si nos preguntamos hoy: ¿es posible educar?, nos pueda asaltar la tentación de elaborar una propuesta racionalizadora, normativa y regulativa de las prácticas educativas respecto del desor­den cultural emparentado con las nuevas formas de la comunicación. Las obsesiones pedagógicas que ligan a la educación con una escola­rización con sentido de disciplinamiento, han insistido en organizar racionalmente la revoltura cultural, cuando no la han negado. Pero las obsesiones de la pedagogía moderna se han visto desbordadas por una situación imposible de soslayar.
Desde allí nuestra respuesta a la pregunta iría por el lado de la «comunicación para la educación» entendida como, por un lado, la incorporación de medios de comunicación en la educación y, por otro, un cúmulo de estrategias que tienden a una armonía en la co­municación para favorecer la tarea educativa, que en general se ha sustentado en el desplazamiento hacia el «receptor» y el desplaza­miento de la concepción «bancaria» hacia el feed-back o retroalimen­tación.
Aquí podemos observar un carácter instrumental en el uso de medios e incluso en el uso de la comunicación interpersonal o grupal para la educación. Recordemos que lo instrumental se centra en el instrumento, en la tejne desprovista de poiesis. La racionalidad ins­trumental tiene como interés propio de fondo la organización y dis­posición de «lo a la mano» (en el sentido heideggeriano), es decir: la mani-pulación, que implica el diseño de estrategias, que aspiran al control y dominio de la naturaleza y, por extensión, de los otros.
Sin embargo, no es en esta línea en que necesitamos pensar un nuevo régimen de educabilidad. Así como Georg Simmel pensó la so­cialidad como trama de diferentes relaciones e interacciones conden­sadas en la noción de «sociedad»[3] (Simmel, 1939), no es posible mantener nuestra vieja idea de educación, tan presente en las persistentes concepciones «bancarias». El aporte de Simmel al pensar la socialidad ha de ser una huella para pensar los nuevos modos de comunicación (transmisión/formación) de prácticas, saberes y representaciones en la trama de la cultura, como espacio de hegemonías.
Pero, ¿qué comunican, es decir, qué significados producen y qué sentidos adquieren todas estas formas de desorden o de oposi­ción que se instalan en la educación y, de paso, dan una estocada mortal a la escolarización (que parece insistir en reformular estrate­gias agónicas de defensa)?.
En primer lugar, lo que comunica esta revoltura, todo este desorden, es que la comunicación, lejos de haber contribuido a configurar un mundo más armonioso, se encuentra con un mundo infinitamente más complejo y conflictivo: revela un mundo más desdichado. La utopía tecnológica según la cual los avances y las nuevas modalidades de comunicación mediada por tecnologías cada vez más sofisticadas estarían directamente vinculados con una vida social más armoniosa y más justa, no parece ser más que una ilusión.
En segundo lugar, el desorden cultural que irrumpe en los es­cenarios educativos comunica que la «comunicación para la educa­ción», entendida como incorporación de medios de comunicación en la educación o como estrategias de armonización de la comunicación para educar, no harían más que reforzar la concepción instrumental en el uso de medios y tecnologías, la ilusión de la modernización por la manipulación de herramientas separadas de un proyecto pedagó­gico o el imperialismo racionalizador de la escolarización, lo que sig­nifica un placebo a una escolarización herida de muerte.
En tercer lugar, todo este desorden comunica que los niños cuentan, como sostiene el sugestivo título de un libro de Maritza López (López de la Roche y Gómez Fries, 1997). Más allá de la propuesta práctica de la autora, la idea de que los niños, o los educandos, cuentan contiene distintos sentidos:
los educandos «cuentan» como el otro: toda práctica de Comuni­cación/Educación tiene que partir del otro, de sus condiciones, de su «universo vocabular»[4], de las construcciones discursivas de que es objeto, de las situaciones que lo han oprimido y lo configuran como diferente. Pero «cuentan» como un otro no hipostasiado, se­parado, pura exterioridad, sino como un otro que pertenece a la trama del nos-otros. Una trama cultural de la que estamos hechos y de la que, definitivamente, no estamos separados los educado­res/comunicadores;
los educandos «cuentan» en cuanto que relatan su realidad, ha­blan el mundo, lo dicen. Es decir: pronuncian su palabra. Esto tiene que llevarnos a lo que significa provocar el pronunciamiento de todas las voces y provocar la pregunta, como formas de generar una formación educativo-comunicacional, más allá de lo que «ya ha sido dicho», de los encasillamientos o las estigmtizaciones;
los educandos «cuentan» en el sentido en que construyen una memoria como acumulación narrativa que excede los discursos desde los que son narrados y el entrampamiento de la «gran conversación neoliberal», que exalta la diversidad y entiende al diálogo como un modo de dilatar y suspender el conflicto.
En cuarto lugar, este desorden alienta a imaginar formas de mayor expresividad cultural en nuestras producciones mediáticas, sean estas educativas o no, donde sea posible el conocimiento del contexto, el reconocimiento de nuestra situación y las posibilidades de transformación de una sociedad crecientemente depredadora. Para esto, alentar en la producción el proceso clave propuesto por el uruguayo Mario Kaplun: la prealimentación (Kaplún, 1989), incluso como práctica de investigación participante, que permite el reconocimiento del a quién de nuestra comunicación, para que el proceso no adquiera las carac­terísticas «bancarias» de comunicación/educación, donde se deposita en el otro lo que ha sido creado para el otro y no con él. Este tipo de producciones realizadas desde la prealimentación, alienten a su vez el diálogo, la participación y la creatividad como formas de democra­tización del espacio audiovisual y virtual, y que trabajen como res­puesta alternativa frente a la proliferación de producciones que cer­cenan esas posibilidades vehiculizando las trampas ideológicas de la globalización e invadiendo el espacio audiovisual y virtual.
En quinto lugar, todo este desorden permite pensar la comuni­cación en la educación desde las rupturas y las discontinuidades, sin encasillar o estatuir prematuramente sus sentidos. Como lo propone Ilya Prigogine, ante el desorden y la inestabilidad en los procesos es necesario pensar una «dinámica ampliada», que vaya más allá de la dinámica característica de un estado de orden (cfr. Carletti, 1996). En realidad, con el alejamiento del equilibrio se entra en una situación de desorden, de caos o de crisis; las obturaciones que proclaman el regreso a formas ya desordenadas de enfrentar esa situación no hace más que retardar el surgimiento de «estructuras disipativas», en las cuales el desorden aparece como un generador productivo, como una promisoria esperanza que desafía nuestra creatividad, nuestra imaginación crítica y nuestra autonomía.
Pero, en sexto lugar, necesitamos situar el problema en los «trayectos de comprensibilidad» y comprender la tensión entre escolarización y autonomía en la trama comunicacional de la microesfera pública educativa, enmarcada en dos macro-atravesamientos:
1. un atravesamiento diacrónico que considere los «tiempos largos» que van de la protoglobalización (la conquista de América) a la tardoconquista (la globalización)[5], en un entramado que se resignifica y se rearticula continuamente a través de la historia;
2. un atravesamiento sincrónico, considerando el juego entre una imagen posmoderna de los efímero y lo equivalente en las relaciones de poder, por un lado, y una narrativa poscolonial que construye una trama donde no se diluye la observación de la materialidad pesada del poder denso, por otro.
La constelación de propuestas, de trayectorias de nuestra práctica, más que continuar el camino de las inscripciones, o contribuir a formular estrategias en el sentido de diseños y dispositivos de un lugar para que otros recorran, debe -acaso- permitir que los sujetos se reconozcan, que las voces se pronuncien y que las tácticas se articulen, traspasando las fronteras creadas por la escolarización y entretejiendo una comunicación que se reavive en formas de resistencia y transformación.

Salida: De la «educación para la comunicación» a la educación en comunicación

Repensar la comunicación en la educación en el sentido que venimos proponiendo, significa reconocer esa comunicación, en la trama del desorden cultural, en los ámbitos educativos. Pero, inmediatamente, significa desordenar todo un imaginario que ha sido tejido alrededor de la representación de «educación para la comunicación», poner en crisis ese imaginario y esa representación cristalizada y hacerlo, precisamente, desde la situación de las revolturas que revuelven el sentido de la educación misma.
El obstáculo clave en la mayoría de los proyectos de educación en comunicación ha sido, y es, naturalizar la dimensión escolarizante de la educación, haciendo que sólo fuera posible pensar y proyectar la «educación en comunicación» desde el anudamiento de un significante (la educación) con un significado (la escolarización). Como todo anudamiento imaginario, éste responde a determinados intereses de una «lógica identitaria conjuntista» construida a lo largo de la historia, que hace que esa representación imaginaria obture otras posibles y obnubile diferentes sentidos que quedan acallados.
Anudar la educación a la escolarización significa reducir el sentido de la educación: el alcance de la significación de la educación no logra sobrepasar la idea de escolarización, y esto penetra fuertemente en los proyectos de «educación en comunicación». En este horizonte restrictivo (represivo) naturalmente se producen ciertos desplazamientos representativo-conceptuales adyacentes: la «educación en comunicación» es entendida solamente como «educación para la comunicación», y esta significa, regularmente, «escolarizar la comunicación».
Esta significación, sin embargo, ha tenido dos alcances; el primero es el anteriormente enunciado: el sentido de «educación en comunicación» es «educación para la comunicación»; el segundo ha sido percibir los problemas y los procesos desde esa matriz restrictiva de sentido, es decir, percibir a la «comunicación en la educación» como una significativa perturbación a la educación; la comunicación, en la trama de la cultura, es la que viene a desordenar la «educación». Pero, en realidad, lo que viene a perturbar y desordenar la comunicación es la escolarización, contribuyendo a poner en crisis la hegemonía de una forma histórico-social de la educación: la esolarizada. Con todo, esta situación también permite alentar la reconstrucción de sentidos olvidados, perdidos o reprimidos por ese anudamiento entre educación y escolarización: la comunicación, en la trama de la cultura, viene a desordenar la matriz restrictiva de sentido y a producir «estructuras disipativas» de sentido, de manera que instaura la posibilidad de pensar, recrear e imaginar nuevos sentidos de la educación más allá de la escolarización. Esos nuevos sentidos tienen que reconectarse con la matriz de sentido que articula, en una dimensión histórico-social, a la educación con la autonomía.
La autonomía significa la "instauración de otra relación entre el discurso del Otro y el discurso del sujeto" (Castoriadis, 1993a, I: 178). Significa que nuestra palabra debe tomar el lugar del discurso del Otro (discurso que está en nosotros y nos domina, nos configura y nos actúa). En la «educación en comunicación», autonomía significa, entonces, instituir un campo para la palabra.
En el sentido psicoanalítico, la autonomía no debe entenderse como que lo inconsciente sea conquistado por la conciencia (como parece sugerir la máxima de Freud: "Wo es war, soll Ich werden"), lo cual constituye la finalidad de la «lógica identitaria conjuntista» (Castoriadis, 1993a) cuando instituye el pensamiento como «razón» (reconocible en todas las empresas histórico-sociales civilizadoras de «bárbaros», desde las conquistas hasta la globalización de la nueva derecha). Para Castoriadis, la frase de Freud debe completarse con "... donde Yo soy/es, Ello debe emerger" (Castoriadis, 1993b: 93), ya que con el surgimiento continuo, ince­sante e incontrolable de nuestra imaginación radical nos hacemos humanos y vivi­mos una existencia autónoma. «Pronunciar la palabra» no es ordenar racionalmente el mundo; la palabra no es logos. «Pronunciar la palabra» es liberar el flujo de las representaciones y los sueños; es, como afirmaba Paulo Freire, «pronunciar el mundo», un mundo que no se apoya en ninguna re-presentación «dada», sino en un sueño común. Porque la creación de la sociedad instituyente es, en cada momento, «mundo común» (kosmos koinos): posición (más allá de «lo puesto») de individuos y relaciones, de voces y sujetos, de significaciones y aprehensiones comunes.
La «educación en comunicación» es, inmediata y regularmente, imposible (al menos en relación con la autonomía), desde el punto de vista «lógico» (de la lógica identitaria). Esa imposibilidad consiste en que debe apoyarse en una autonomía aún inexistente, pero para ayudar a crear la autonomía del sujeto. Es decir: la imposibilidad de volver autónomos a quienes están en el marco de una so­ciedad heterónoma instituida, a la cual han interiorizado. La salida de esta aparente imposibilidad es la política, como hacer pensante que "tiene por objeto la institución de una sociedad autónoma y las decisiones relativas a las empresas colectivas" (Castoriadis, 1993b: 97). Un hacer pensante que sabe que no hay sociedad autónoma sin mujeres y hombres autónomas/os, ni a la inversa. La «educación en comunicación», entonces, es siempre política; es institución de la democracia como régimen del pensamiento colectivo y de la creatividad colectiva; es proyecto de autonomía en cuanto liberación de la capacidad de hacer pensante, que se crea en un movimiento sin fin (indefinido e infinito), a la vez social e individual (cfr. Castoriadis, 1993c).
La «educación en comunicación», en cuanto poder instituyente, trabaja postulando a los sujetos como autónomos (como punto de partida) para que, en la conquista y desarrollo de su autonomía, instituyan una sociedad autónoma con individuos autónomos, que rebasen las expectativas de efectividad, funcionalidad, organización racional, eficiencia, claridad y distinción, y que construyan la autonomía: imposibilidad lógica (del legein instituido) a la vez que íntegra y radical posibilidad creativa.

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Notas:
[1] Para los argentinos, hay otra estética que posee un contenido trágico. El arquetipo de nuestra posmodernidad es nada más ni nada menos que la «desaparición de los cuerpos», pero no en una forma figurada o virtual, sino como entramado del genocidio, que inauguró una nueva forma de hacer política desde la resistencia: las «Madres de Plaza de Mayo», encarnación de los cuerpos desaparecidos (de sus hijos).
[2] Véase sobre esta cuestión, y la relación entre lexis y praxis en la constitución de «lo pú­blico», Hannah Arendt, La condición humana, 1993 (Capítulo II: "La esfera pública y la privada").
[3] La «sociedad» constituye una representación imaginaria que contiene la totalidad de las variedades y la cristalización de la mutabilidad de toda/cualquier «sociedad».
[4] Entendido como «campo de significación» y no sólo reducido al vocabulario.
[5] Cuyo arquetipo, en nuestro caso argentino y en muchos países de América Latina, es la desaparición del otro.